miércoles, 21 de mayo de 2025

Derecho del consumidor y proceso judicial: balance a treinta años de la reforma constitucional



Cita a la publicación original: Velasco, Agustín - Marino, Tomás, Derecho del consumidor y proceso judicial: balance a treinta años de la reforma constitucional, Revista de Derecho Procesal, 2024-2, Santa Fe: Rubinzal-Culzoni, 2024, pág. 277 y sig.


Agustín Velasco [1] — Tomás Marino [2]
 
 
Sumario: I. La llegada del derecho del consumo a la Constitución Nacional; I.b. El Constitucionalismo clásico; I.b. El constitucionalismo social; I.c. El constitucionalismo de tercera generación: la Ley 24.240 y la Reforma Constitucional de 1994; II. El proceso judicial como garantía: una tutela diferenciada para el consumidor; II.a. El amparo llega a la Constitución: lo individual y lo colectivo; II.b. Normas procesales en leyes de derecho común: la ley 24.240 como punto de partida de una regulación adjetiva; II.c. El consumidor en las provincias: derechos constitucionales provinciales, tutela judicial efectiva e incumbencias legislativas concurrentes; II.d. Incentivos patrimoniales y la gratuidad como herramienta de tutela; II.e. Algo más que una carga dinámica: el deber de colaboración; III. Conclusión
 
 
I. La llegada del derecho del consumidor a la Constitución Nacional.

Es usual —y, en líneas generales, acertado— asociar conceptual y cronológicamente el origen del derecho del consumidor a la reforma constitucional de 1994. Ello, sin perjuicio de que la primera normativa nacional sobre el tema —la Ley N° 24.240 de Normas de Protección y Defensa de los Consumidores— fue dictada un año antes, en 1993. Incluso antes de la LDC existía un marco normativo inorgánico y genérico que aprehendía de modo imperfecto algunos de los aspectos más significativos de la protección al consumidor o usuario de bienes y servicios (e.g., el Código Civil reformado en 1968, las leyes de lealtad comercial -Ley 22.802-, de defensa de la competencia -Ley 22.262- y de abastecimiento -Ley 20.680-). Tampoco sería descabellado plantear que muchos de los principios y prerrogativas que integran este plexo tutelar podrían considerarse, en mayor o menor medida, comprendidos dentro de los derechos implícitos del art. 33 CN, agregado a la Constitución en la reforma de 1860[3].
Para poder dimensionar la magnitud del cambio de paradigma que la reforma de 1994 implicó en el sistema constitucional argentino —y, en consonancia con ello, cuáles fueron los fundamentos y objetivos de la recepción constitucional expresa del derecho del consumidor—es necesario recapitular brevemente las distintas corrientes ideológicas y políticas que han servido de sustento teórico a los hitos de nuestra historia constituyente. Partiendo de esa premisa inicial, evaluaremos luego qué avances se han hecho —sobre todo, en materia procesal— para garantizar la tutela al consumidor, señalando qué aspectos específicos aún resultan susceptibles de ser perfeccionados.

 
I.a. El constitucionalismo clásico.
El repaso de los antecedentes que propiciaron el desembarco del derecho del consumidor al sistema jurídico argentino ha de comenzar con una mención a la ideología imperante en 1853, año fundacional en materia constituyente. Suele definirse a ese momento como uno de notoria influencia “liberal histórica”: partiendo del proyecto confeccionado por Juan Bautista Alberdi en su obra Bases y puntos de partida de 1852[4], el Estado argentino reconoció a los ciudadanos el derecho de usar y disponer de su propiedad, limitando la intervención estatal a la remoción de los obstáculos de otras personas (no-estatales, principalmente) que impidieran el ejercicio de esas prerrogativas. En ese orden de ideas, la esencia del constitucionalismo clásico, que encuentra su origen histórico en las revoluciones norteamericana y francesa de la segunda mitad del siglo XVIII, tuvo como eje la defensa de los derechos individuales frente al avance del poder estatal. Bajo esa cosmovisión, el Estado debía limitarse a cuidar el orden y asegurar la libertad, la seguridad común y los derechos individuales (con fuerte hincapié en la propiedad privada), absteniéndose de intervenir si esos valores no se encontraban en jaque.
De esta manera, la autonomía de la voluntad, como principio central de la vida en sociedad, cedía sólo frente a un objeto ilícito del acto jurídico o a un daño generado a otro ciudadano[5].
Parece algo injusto, sin embargo, fustigar moralmente a esta manera de plantear el poder de policía sin contemplar el momento histórico en el que fue concebido. El avance de la ciencia y la tecnología no sólo trajo “mejoras” a la calidad de vida de quienes habitan los países industrializados (y, por supuesto, también nuevas problemáticas estructurales y aflicciones morales) sino que directamente ha re-significado los estándares con los que ha de definirse este concepto. La mayoría de los bienes y servicios sobre los que —en la actualidad— versan las relaciones de consumo eran directamente inimaginables en el siglo XIX. Tampoco habían operado en la sociedad —con los alcances que hoy conocemos— los procesos de globalización y consumismo a gran escala que definen y condicionan actualmente no sólo las relaciones de consumo, sino directamente los objetivos individuales y colectivos (y las herramientas para conseguirlos) de gran parte de la humanidad. Las diferencias entre un ciudadano promedio del siglo XIX y uno actual son tan abrumadoras que resulta difícil intentar describirlas de manera sucinta: sería simplista y sesgado circunscribirse a señalar aquí la diferencia entre los bienes disponibles para el consumo, cuando lo cierto es que a ello deben sumarse, cuanto menos, las distintas preocupaciones espirituales y morales, estilos de vida, procesos de toma de decisiones y hasta la expectativa de vida promedio en los distintos momentos históricos. 
En ese marco, no resulta lógico ni sincero reprochar a los constituyentes de 1853, casi dos siglos después, una falta de perspectiva en materia de derechos del consumidor (como así tampoco en muchas otras áreas). La preocupación del constituyente estaba puesta, con razón, en otros puntos de la organización política.
Ahora bien: más allá de que la Constitución de 1853 —por los motivos apuntados en el párrafo anterior— no incluyó expresamente conceptos como “economía de mercado”, “usuarios y consumidores” o “consumo masivo”, es indudable que estas figuras son compatibles con ese diseño constitucional, por cuanto constituyen la expresión económica del sistema liberal. Por último, tampoco creemos que esta concepción liberal haya sido absoluta en la constitución originaria: expresiones como la inserta en el inciso 12 del artículo 67, que facultó al Congreso Nacional a "Reglar el comercio marítimo y terrestre con las naciones extranjeras y de las Provincias entre sí", o aquella prevista en el inciso 16 del mismo artículo, que lo autorizaba a disponer “concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo” (mediante las que el Estado instrumentó los servicios de gas, teléfonos, electricidad y ferrocarriles con empresas extranjeras) dan cuenta de ello.
Esta idea ha sido brillantemente resumida por Alfredo Palacios, impulsor del célebre artículo 14 bis, al señalar: "He dicho antes de ahora que la Constitución de 1853 ha sido tachada de individualista. Lo es, sin duda, pero sólo en el sentido de reconocer al hombre derechos naturales anteriores al Estado; no en el concepto de que la voluntad individual y la libre contratación no pueden ser sometidas a las exigencias reglamentarias. He afirmado también que el concepto de persona humana que consagra la Constitución de 1853 permite que de él surjan los derechos de los trabajadores (…)  La Constitución se propone el bienestar común, el bien del pueblo; y el bien público de la filosofía clásica coincide con el bien común, que defiende el proletariado moderno (…) Y es así como el Nuevo Derecho de los trabajadores, que inicié en el parlamento argentino, pudo desenvolverse bajo la égida de la Constitución del 53, cuya amplitud no solamente permitió la difusión de todas las ideas, sino que autorizó la sanción de todas las leyes sociales que se dictaron en el Congreso Nacional[6].
 
I.b. El constitucionalismo social.
Es indudable que —no como consecuencia exclusiva del modelo liberal, pero sí con su innegable contribución— la expansión global de los principios liberales fomentó la proliferación de nuevas demandas sociales. Con ese panorama, y como consecuencia de los conflictos bélicos de la primera parte del siglo XX y de la crisis económica mundial iniciada con la caída de Wall Street en 1929, se puso en tela de juicio el rol estatal y, concretamente, el grado de su intervención económica y social. Se instaló así la legitimación del Estado para proteger los sectores de la sociedad más vulnerados por la crisis mediante la limitación y regulación de los derechos económicos.
Esta corriente, denominada como constitucionalismo social, se diferenció de los principios liberales que caracterizaron a su antecesora. Las desigualdades sociales —que, aunque ya existían, no eran una preocupación central en el esquema del constitucionalismo clásico— aparecieron aquí como un elemento protagónico en el desarrollo político y legislativo de la primera mitad del siglo XX. A partir de las demandas de las clases trabajadoras en respuesta al proceso de acumulación propio del capitalismo, los Estados reconocieron que su rol contemplativo no sólo era insuficiente para prevenir inequidades sino que, en muchos casos, podía fomentarlas o generarlas. 
Es prudente aclarar que esta transformación no implicó una eliminación de los derechos individuales postulados por el constitucionalismo clásico, sino un complemento de esas prerrogativas con otras nuevas en el campo de lo socioeconómico. El Estado quedó concebido, entonces, ya no como un mero observador del desarrollo social sino como un dispensador de servicios al que se le pueden exigir medidas positivas para morigerar las injusticias del libre mercado en pos de un bien común.
A esta forma de entender el rol estatal respondieron, entre otras, las Constituciones de México (1917) y Weimar (1919). En Argentina, este proceso se plasmó en la Constitución peronista de 1949, que es considerada por la doctrina mayoritaria como un supuesto de reforma total de la Constitución, ya que ésta no fue modificada parcialmente sino directamente reemplazada por una nueva que proclamó la función social de la propiedad y de los servicios públicos a cargo del Estado desde una perspectiva de justicia social. Su art. 40 sostenía que “[l]a organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo (...) el Estado, mediante una ley podrá intervenir la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguarda de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución (...) toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios”.
Si bien su vigencia fue corta, pues fue derogada de facto por el golpe militar 1955, la influencia de la Constitución de 1949 en el desarrollo constitucional y legal posterior es innegable. El mejor ejemplo de este legado es el célebre art. 14 bis incorporado por la Convención Constituyente de 1957 que, luego de dejar formalmente sin efecto la Constitución social de 1949 (y declarar la vigencia de la de 1853 y sus reformas posteriores), y ante la presión de los sectores progresistas, terminó incluyendo en este apartado el reconocimiento expreso a los derechos del trabajo y la seguridad social.
Como bien señala Arballo, otra de las notas recurrentes en el desarrollo del constitucionalismo —sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo XX— es la “particularización” en la recepción legislativa de los derechos que, si bien mantuvieron su naturaleza universal, comenzaron a responder a las necesidades e intereses no homogéneos de diferentes grupos de personas[7]. De esa premisa se desprende la constante evolución de las ciencias jurídicas y su desmembramiento en ramas específicas: derecho de los trabajadores, de las mujeres, de los niños, de los indígenas y, por supuesto, el derecho de los consumidores que aquí nos convoca.
Muchos de esos contenidos fueron incorporados a la Convención Americana de Derechos Humanos —Pacto de San José de Costa Rica— de 1969, cuya jerarquía constitucional fue otorgada por la Reforma Constitucional de 1994. Esta expansión de los derechos expresamente receptados en la Constitución y en instrumentos internacionales encendió una discusión que, aunque con algunos matices conceptuales, subsiste hoy como interrogante: ¿son estos derechos prestacionales (muchas veces costosos y transversales a toda la ciudadanía; salud, educación, vivienda) directamente exigibles al Estado o, por el contrario, se trata de directivas meramente orientativas para el legislador pero no susceptibles de ser reclamadas judicialmente[8]? Adelantamos que el derecho del consumidor no es ajeno a esta dicotomía teórica entre la naturaleza operativa o programática de los derechos: un claro ejemplo de ello es el párrafo final del art. 42 de la Constitución Nacional, que delegó a una ley posterior la efectivización de procedimientos eficaces para solución de conflictos y marcos regulatorios de los servicios públicos de competencia nacional.
 
I.c. El constitucionalismo de tercera generación: la Ley 24.240 y la Reforma Constitucional de 1994.
El exponencial desarrollo de la ciencia y tecnología, la concentración desmedida del capital en la sociedad globalizada y las nuevas herramientas de asociación no sólo interpelaron una vez más la posición estatal dentro del diseño constitucional sino que directamente obligaron a repensar la concepción de la persona humana en tres facetas: individual, colectiva y en relación al poder estatal. El final del siglo XX encontró a los países industrializados con profundos déficits en materia ecológica, producto del paradigma clásico que concebía al medioambiente como un mero recurso para ser explotado económicamente independientemente de las consecuencias para las generaciones futuras.
En ese marco, los Estados comenzaron a reconocer en sus legislaciones internas —y también a nivel supranacional— derechos que fueron denominados como “de la tercera generación” (en alusión a la continuación de las dos etapas anteriores del constitucionalismo). Estas prerrogativas respondieron, en líneas generales, al conflicto socioeconómico y ambiental imperante en la sociedad global, y presentaron, entre sus notas principales, la tutela de intereses de incidencia colectiva que trascienden lo individual. Comenzó a difuminarse, allí, la línea divisora entre el derecho público y el derecho privado[9].
La reforma constitucional de 1994 se insertó en un contexto de privatización masiva de los servicios públicos y recurrentes crisis económicas que, entre otras consecuencias, pusieron el derecho del consumo en la agenda pública: se había gestado en la sociedad la noción de una identidad colectiva, definida por oposición a los prestadores de servicios básicos identificados como “empresas privadas”. La noción de usuario/consumidor que, históricamente, estaba asociada a un control bastante rudimentario y atomizado de la oferta (consejos para buscar buenos precios, denunciar a quienes sobrepasaban los precios máximos, etc.) había comenzado a mutar en la década del 90, frente a empresas que operaban en mercados monopólicos u oligopólicos y que tenían un amplio poder para regular las áreas en las que desarrollaban sus actividades[10].
Ya a partir del retorno de la democracia, en 1983, el Congreso buscaba atender esta problemática tomando como modelo la normativa de sistemas extranjeros, entre los que cabe mencionar: la Carta Europea de Protección a los Consumidores (1973), el Programa Preliminar para una política de protección e información de los consumidores (1975), las Directrices de la ONU (1985) y las Constituciones españolas de 1978 y brasileña de 1988. La tutela de la parte más débil dentro de una relación jurídica no era una novedad para el sistema legal argentino. La reforma del Código Civil de 1968 había reconocido la disparidad de condiciones en las relaciones sociales contractuales y extracontractuales, consagrando legislativamente el principio de la buena fe y la figura del abuso del derecho.
 Pero el antecedente más cercano en el tiempo y específico en el contenido había surgido —como ya señalamos— un año antes de la reforma, en 1993, con la sanción de la Ley 24.240 —norma central en el análisis de este trabajo. Sintetiza Chamatrópulos que las motivaciones de esa norma surgieron de un entramado social en el que confluyeron el activismo de una corriente muy activa de prestigiosos juristas con una fuerte corriente de opinión que reclamaba la sanción de una norma de alcance general, una rica historia de normas de impulso y progreso social, el consenso general de la clase política y los antecedentes de los anteproyectos y proyectos que habían tenido tratamiento legislativo entre los años 1986 y 1993, pero que no pudieron concretarse hasta que las condiciones de estabilidad económica y consenso político lo permitieron[11].
El proyecto, presentado en 1991 por la Comisión de Comercio de la Cámara de Senadores, fue el tercero en la materia (no habían prosperado los anteriores, durante la década del ´80) y, luego de algunas modificaciones, fue aprobado por el Senado en septiembre del año 1993. Los dos partidos políticos dominantes —Justicialismo y UCR— coincidieron en la necesidad de otorgar tutela legal específica a los consumidores, regulando las nuevas modalidades de comercialización (venta domiciliaria, telefónica, etc.) y reconociendo la legitimación de las asociaciones de consumidores. Sin embargo, el Poder Ejecutivo Nacional vetó parcialmente la ley en aspectos que muchos consideraron centrales: la garantía legal de tres meses; el certificado de garantía; la responsabilidad solidaria en caso de daño al consumidor entre productor, fabricante, importador, distribuidor, proveedor, vendedor y quien haya puesto su marca. Se ha dicho, en este aspecto, que existió escasa voluntad política del Poder Ejecutivo para poner en práctica una norma votada por sus propios representantes y consensuada con la oposición[12].
Paralelamente, en el mismo marco tempo-espacial, se estaba gestando la reforma constitucional más relevante de la historia argentina. Su motivación política fue tan coyuntural como explícita: el presidente Carlos Menem pretendía postularse para un segundo mandato, pero para ello necesitaba reformar la Constitución vigente. En ese contexto, el Pacto de Olivos de 1993 significó el consenso de los dos partidos mayoritarios: el radicalismo “concedía” a Menem la posibilidad de un segundo mandato consecutivo y, a cambio, “obtenía” un paquete de límites al poder presidencial que, treinta años después, no han logrado contenerlo.
Fue así que la ley 24.309 declaró la necesidad de reformar nuevamente la Constitución e incluyó —entre los temas habilitados por el Congreso Nacional para su debate por la Convención Constituyente, en el apartado M de su artículo 3º— el relativo a la "defensa de la competencia, del usuario y del consumidor". La Convención Constituyente se reunió entre mayo y agosto de 1994. De su diario de sesiones[13], pueden extraerse valiosos aportes sobre los fundamentos de la inclusión del derecho del consumo en la nueva Constitución reformada. El convencional Irigoyen sostuvo que “por derecho del consumidor comprendemos no sólo los de aquellos específica y propiamente dichos consumidores de bienes, sino también el de aquellos consumidores de servicios, que también son denominados usuarios. El derecho del consumidor nace del reconocimiento de que es necesario restablecer el marco de equilibrio en la relación de consumo. Este marco de equilibrio desfavorable al consumidor y favorable al proveedor surge de una debilidad estructural por parte del consumidor en la relación de consumo (…) la desigualdad obedece a razones de tipo económico, cultural y social y ella produce un desequilibrio en esta relación. Malos proveedores hacen que el consumidor no tenga capacidad para la negociación —por ejemplo en contratos que son de adhesión donde unilateralmente se fijan las relaciones de ambas partes y las contraprestaciones recíprocas— y no hay defensas ostensibles para luchar contra un mal servicio, su falta de eficacia o la mala calidad de un producto. Frente a eso es necesario que surja un sistema tuitivo, que tiene que nacer y florecer —como se ha dicho— de este derecho del consumidor”. El convencional no perdió la oportunidad para criticar al Poder Ejecutivo: no sólo por el veto parcial de la Ley 24.240 sino también por la mora en su reglamentación. Planteó que los derechos de los consumidores “tienen que ser respetados, no sólo por los empresarios y por los proveedores sino también por el Estado, que es el responsable del cumplimiento y de la consagración de estos derechos”. Se expidió respecto a la naturaleza de la norma, que calificó como programática, concluyendo que “es nuestra determinación que sea operativa”. Agregó que “directa o indirectamente, todo ciudadano es usuario y consumidor en la República Argentina”.
Cabe recordar que, por imperativo legal, la Convención tenía vedado efectuar reforma alguna sobre la primera parte de la Constitución[14]. Fue en ese contexto, y con esas motivaciones, que el derecho del consumo arribó finalmente al capítulo segundo de la Constitución Nacional, titulado “Nuevos Derechos y Garantías”. Así fue que se arribó al actual art. 42 de la Constitución Nacional:
 
Los consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho, en la relación de consumo, a la protección de la salud, seguridad e intereses económicos; a una información adecuada y veraz; a la libertad de elección, y a condiciones de trato equitativo y digno.
Las autoridades proveerán a la protección de esos derechos, a la educación para el consumo, a la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados, al control de los monopolios naturales y legales, al de la calidad y eficiencia de los servicios públicos, y a la constitución de asociaciones de consumidores y de usuarios.
La legislación establecerá procedimientos eficaces para la prevención y solución de conflictos, y los marcos regulatorios de los servicios públicos de competencia nacional, previendo la necesaria participación de las asociaciones de consumidores y usuarios y de las provincias interesadas, en los organismos de control”.
 
Tres breves comentarios sobre la redacción final de esta cláusula constitucional. El primero es que el art. 42 implicó la primera mención expresa —y hasta ahora, la única— del texto constitucional al derecho a la salud, que hasta ese momento había sido históricamente comprendido entre los derechos implícitos del art. 33 CN (sin perjuicio de su regulación en múltiples instrumentos internacionales de DDHH jerarquizados constitucionalmente a partir de 1994). La mención no es menor porque nos otorga una significativa pauta interpretativa sobre cómo ha de concebirse regulación constitucional de la defensa del consumidor, que abarca no sólo la protección de sus intereses patrimoniales sino también de aquellos extrapatrimoniales.
El segundo es que (otra vez, tal como ocurrió con el amparo, regulado por el decreto-ley 16.986 de 1966) la inclusión de la norma vino a insertarse en una materia ya regulada legislativamente; en este caso, un año antes, con la ya mencionada Ley 24.240. Sobre esta tensión entre poder constituyente y poderes constituidos nos referiremos más adelante.
El tercero tiene que ver con el rol que ha de desempeñar cada uno de los tres poderes del Estado en la concreción de los objetivos plasmados en el art. 42 CN. Una primera lectura permitiría pensar que la principal tarea ha de recaer sobre el Congreso, a quien los constituyentes específicamente le encomendaron el dictado de legislación de procedimientos y marcos regulatorios específicos cuyos objetivos —está claro— no son de sencilla concreción. Sin embargo, a treinta años de la reforma, parece acertado decir que ha sido el Poder Judicial quien ha absorbido la mayor parte de la carga. Tal como ocurre en materia de otros derechos prestacionales (salud, vivienda y educación) la discusión sobre cómo han de repartirse los recursos termina dándose en el marco de conflictos (muchas veces individuales) en el foro judicial que, de esta manera, se ha convertido en un impropio generador de políticas públicas, en desmedro de su rol natural.
En los capítulos siguientes analizaremos cómo esta norma constitucional se plasmó en la regulación de los procesos judiciales y de qué manera éstos operan como garantía de los derechos, evaluando los pormenores sustanciales y procedimentales de los litigios en materia de consumo.
 
II. El proceso judicial como garantía: una tutela diferenciada para el consumidor.
Los sistemas legales que tienen un objetivo tuitivo no solo requieren normas que prevean derechos y prerrogativas de naturaleza sustancial (sea frente a otro particular o frente al Estado), sino también herramientas procesales idóneas en las cuales ponerlos en práctica. La razón no es compleja de dilucidar: una protección eficaz del sujeto destinatario de la tutela —en nuestro caso, el consumidor o usuario— no se logra con el reconocimiento formal de un generoso cartabón de derechos que tengan en miras reequilibrar situaciones de desigualdad, sino que se requiere, además, el diseño de mecanismos institucionales adecuados que permitan debatir y dirimir eficazmente las controversias generadas por la violación actual o potencial de tales derechos.
Como ha dicho la Corte Federal: «[l]a efectiva vigencia de este mandato constitucional, que otorga una tutela preferencial a los consumidores, requiere que la protección que la Constitución Nacional encomienda a las autoridades no quede circunscripta solo al reconocimiento de ciertos derechos y garantías, sino que además asegure a los consumidores la posibilidad de obtener su eficaz defensa en las instancias judiciales»[15].
En efecto, el desequilibrio negocial que genera el mercado puede fácilmente verse replicado en el proceso judicial si las reglas que organizan y estructuran el debate no son las adecuadas. En una controversia judicial el proveedor sigue teniendo mayor capacidad económica, mayor información sobre el producto o servicio en cuyo seno se gesta el diferendo, mayor facilidad para la producción de pruebas que le favorecen (o para la eliminación de las que lo perjudican) y mayor aptitud para soportar los costos económicos y emocionales que supone estar en juicio durante años. El proceso también puede ser el ámbito en el cual el proveedor mantenga su actitud lesiva, brindándole al consumidor —devenido en litigante— un trato indigno, inequitativo y abusivo.
El derecho procesal no es solo forma o rito: es una garantía constitucional imprescindible para asegurar la eficacia, el cumplimiento y la protección de los derechos. Los consumidores y usuarios, en tanto sujetos especialmente vulnerables[16], tienen un derecho a una tutela judicial efectiva, prerrogativa fundamental de naturaleza constitucional y supranacional cuyo contenido es, por cierto, amplio, desplegando sus efectos en tres momentos: el acceso a la justicia, el desarrollo del proceso y la ejecución de la sentencia[17].
Además de efectiva, la tutela procesal del consumidor ha de ser necesariamente diferenciada. La especial protección constitucional de esta categoría de derechos requiere respuestas institucionales adaptadas a las características específicas de la relación jurídica controvertida, que contemple la dispar relación de poder que media entre las partes y que permita garantizar la eficacia de un derecho sustancial de evidente cariz protectorio. Como enseña Berizonce, la operatividad del derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva impone al legislador la obligación de diseñar técnicas orgánico-funcionales y procesales que actúen como verdaderas y propias instituciones equilibradoras de las posiciones concretas de las partes en litigio, adecuadas para la salvaguarda de los derechos, y a los jueces el deber de prestar su protección en los casos concretos[18].
Lo anterior es virtualmente imposible de lograr con el modelo de proceso de conocimiento clásico, que opera sobre la base del principio dispositivo: cargas probatorias que reposan en su mayor medida en las espaldas de la actora, juez pasivo frente a las estrategias de litigio de las partes, recursos con efectos suspensivos y ausencia de herramientas que agilicen el trámite y eviten que el debate se prolongue por años. Los avances que se han hecho para dar forma a una tutela diferencia del consumidor han estado orientados a transformar este esquema, aletargado e ineficiente, reemplazándolo por mecanismos ágiles y dinámicos.
Una protección real y efectiva del consumidor exige diseño de estructuras procesales inteligentes, rápidas, eficientes, que permitan concretar el objetivo del derecho sustancial que lo motiva: evitar que en los estrados judiciales el proveedor de bienes y servicios mantenga la misma preeminencia que ya se verifica en el mercado.
Para ello, es necesario lograr, de mínima, cinco objetivos generales: (a) evitar la disparidad de armas y replicar el estado de cosas que motiva el desequilibrio propio de la relación jurídica controvertida (consumidor o usuario frente al proveedor), (b) frustrar incentivos de litigiosidad abusiva, (c) eliminar escollos patrimoniales que tienen aptitud de frustrar o dificultar el acceso a la justicia del consumidor o usuario, sea en clave individual o litisconsorcial o mediante acciones colectivas; (d) proteger el crédito que el consumidor o usuario invoca frente al proveedor demandado (sobre todo en coyunturas inflacionarias) y (e) garantizar resultados satisfactorios en tiempos razonables (incluyendo sentencia y ejecución).
Este trabajo nos brinda una inmejorable oportunidad para analizar, a 30 años de la reforma constitucional, algunos de los avances que se han hecho en materia de derecho procesal del consumidor y que han permitido afianzar la tutela que regulan los arts. 42 y 43 de la Constitución Nacional. Obvias razones de espacio nos obligan a hacer una breve selección de los puntos que consideramos más importantes, con el inevitable riesgo de ser arbitrarios en el recorte y antojadizos en los criterios de elección. La muestra escogida no debe considerarse excluyente de otros avances igual o más importantes que puedan destacarse en la materia[19].
 
II.a. El amparo llega a la Constitución: lo individual y lo colectivo.
La reforma de 1994 incorporó el amparo (junto con el hábeas corpus y el hábeas data) como mecanismo de tutela excepcional y rápida frente a violación de derechos fundamentales y en ausencia de otros caminos idóneos para cesar o evitar esa lesión. De origen pretoriano en los conocidos fallos “Siri” (1957) y “Kot” (1958), el amparo ingresa en nuestra Constitución tanto en formato individual como en clave colectiva, legitimando en este último caso tanto al usuario y consumidor afectado, así como así también al defensor del pueblo y a las asociaciones que propendan a esos fines registradas conforme a la ley.
El amparo incorporado en la Constitución reformada coexiste con la vieja Ley 16.986 con la que ha tenido y aún tiene constantes tensiones regulatorias (en especial, en lo tocante a la subsidiariedad de la vía frente a otros remedios alternativos y a la potestad para decidir la invalidez constitucional de leyes, decretos u ordenanzas); las Constituciones provinciales también regulan sus versiones locales con leyes especiales que definen la letra chica de los trámites procesales a seguir y la mayor o menor extensión del marco de tutela que cada jurisdicción brinda a esta vía excepcional.
Poco tiempo después de la reforma, con la crisis del 2002, el amparo cobraría una importancia superlativa para la tutela del consumidor bancario: una drástica salida de la convertibilidad, la instauración de un sistema de pesificación asimétrica y la indisponibilidad de depósitos bancarios dejaría un inmenso tendal de clientes de entidades financieras que hallaron en la vía constitucional una herramienta de tutela preferente. Con los años, la relación entre el derecho del consumidor y el amparo se hizo cada vez más estrecha, con amplísima aplicación en materia de cuestionamientos a modificaciones en los esquemas tarifarios en servicios públicos, a la cobertura de prestaciones de obras sociales y empresas de medicina prepaga, entre otros campos de aplicación.
El art. 43 de la Constitución reformada también definió la piedra basilar de las acciones de clase al reconocer explícitamente a los derechos que tienen una dimensión o incidencia de tipo colectiva, ya sea porque constituyen prerrogativas que recaen sobre bienes colectivos (por naturaleza, indivisibles y de uso común) o bien porque versan sobre intereses individuales que son homogéneos entre un grupo de afectados por un hecho lesivo único. Como agudamente señala Arballo, la acción de clase estaba escrita con tinta de limón en el art. 43 de la CN y la Corte la pasó en limpio en el fallo “Halabi” de 2009, tomando la idea de las class action de los Estados Unidos en la que la naturaleza de los derechos involucrados “excede el interés de cada parte y, al mismo tiempo, pone en evidencia la presencia de un fuerte interés estatal para su protección, entendido como el de la sociedad en su conjunto”, lo cual —dijo la Corte— sucede en materias tales como el ambiente, el consumo o la salud o que afectan a grupos que tradicionalmente han sido postergados, o en su caso, débilmente protegidos”[20]. 
El ingreso de los derechos de incidencia colectiva a la ley suprema gestó —o impulsó— la necesidad de contar con remedios procesales específicos que permitan reclamar, debatir y decidir una categoría de prerrogativas sumamente particular, que requiere repensar al proceso clásico en términos de legitimación activa, personería, competencia, notificaciones, publicidad registral y efectos de la sentencia. La incorporación de esta categoría al nuevo Código Civil y Comercial[21] reforzó esta necesidad, tornándola impostergable.
La Ley 24.240, luego de su reforma de 2008, reconoció la existencia de procesos colectivos y ofreció una regulación mínima, que hoy luce incompleta y asistemática. El art. 53 previó la participación litisconsorcial de las asociaciones de consumidores y usuarios en causas judiciales que tramiten en defensa de intereses de incidencia colectiva y el art. 54 contempló la vista previa al Ministerio Público Fiscal para homologar acuerdos transaccionales, la necesidad de que dicho acuerdo prevea la opción de apartarse de la solución general del caso para los consumidores individuales y reguló, además, los efectos de cosa juzgada de la sentencia dictada en el proceso colectivo.
A tres décadas de la reforma constitucional, nuestro país sigue sin contar con una ley que regule los procesos colectivos. Todo avance que se ha hecho en la materia tiene origen pretoriano, sobre todo a partir del mencionado caso “Halabi” de la Corte Suprema de febrero de 2009[22] que fue seguido de un buen número de precedentes posteriores que, de la mano de un inevitable casuismo, fueron delineando regulaciones atomizadas sobre aspectos relevantes de la disciplina[23]. El 1 de octubre de 2014 la Corte Federal creó el Registro Público de Procesos Colectivos radicados ante los Tribunales del Poder Judicial de la Nación y poco después, el 5 de abril de 2016, dictó la Acordada 1216 en la que aprobó un “Reglamento de Actuación en Procesos Colectivos” que regirá hasta tanto el Poder Legislativo Nacional sancione una ley que regule este tipo de procesos.
 
II.b. Normas procesales en leyes de derecho común: la ley 24.240 como punto de partida de una regulación adjetiva.
La Ley 24.240 y sus múltiples reformas posteriores introdujeron un buen número de normas de naturaleza procesal. Algunas de ellas son verdaderas reglas procedimentales contenidas en una ley de derecho común, en tanto que otras pueden ser entendidas como una regulación de garantías fundamentales que nutren al proceso y que tienen como fuente al derecho internacional de los derechos humanos, como es el caso de la tutela judicial efectiva, el acceso a la justicia y el debido proceso constitucional[24].
La tutela judicial efectiva y el debido proceso conforman derechos y garantías que despliegan sus más importantes efectos en el ámbito procesal, lo cual ha llevado a cierto sector de la doctrina a afirmar —con sólidas razones— que este tipo de derechos fundamentales debe ser regulado por los Estados locales, habida cuenta de que la materia procedimental es una competencia legislativa no delegada[25].
Hemos dicho en otra oportunidad que, a nuestro modo de ver, la tutela judicial efectiva y el debido proceso configuran derechos y garantías integrantes del bloque constitucional federal, por lo que su regulación le corresponde, en principio, al Congreso Nacional, sin perjuicio de una competencia legislativa provincial de tipo concurrente que complemente, por sobre aquel piso mínimo fijado por la autoridad nacional, una mayor protección de conformidad con la realidad de cada jurisdicción local. Ello así en la inteligencia de que los derechos y garantías reconocidos en la Constitución Nacional conforman un mínimo complementable —en más, nunca en menos— con derechos reconocidos en el ámbito provincial. Este esquema legislativo con base en un piso mínimo y una regulación local accesoria es perfectamente compatible con la estructura federal constitucional y con lo normado en los arts. 5º; 31; 75, inc. 22, y 121 de la Constitución Nacional y, en la actualidad, se advierten numerosos derechos y garantías reconocidos en la Carta Magna federal que han dado pie a una legislación nacional base —mínima— y una normativa local complementaria y concurrente[26].
Cierto es que también existe la posibilidad de que el Congreso de la Nación incorpore normas estrictamente procedimentales —sin que puedan ser comprendidas en la categoría antes mencionada— y que puedan revelar, al menos en apariencia, alguna tensión con las competencias legislativas provinciales, considerando que la disciplina de forma constituye una materia no delegada a las autoridades federales. De todos modos, no hay mayor problema en ello, dado que la presencia de normas estrictamente procesales en la legislación común también ha sido legitimada con fundamento en la necesidad de asegurar la eficacia de las instituciones de derecho sustancial, tal como surge de una ya consolidada doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir de los casos «Bernabé Correa» —Fallos 138:157—, «Netto» —Fallos 141:254—, «Real de Maciel» —Fallos 151:315—, «Perelló» —Fallos 247:524— entre muchos otros.
Con todo, es incuestionable que la Ley 24.240 tenía en sus inicios —y mantiene en la actualidad, superada la tormenta de su veto presidencial inicial y luego de varias reformas— una importante regulación procesal, tanto en materia de acciones individuales (arts. 52, 52 bis, 53, 54 y 54 bis[27]), como de aquellas que se promueven en clave colectiva por asociaciones de consumidores (arts. 55 a 58[28]).
Las asociaciones de consumidores o usuarios revisten un papel de particular trascendencia en el marco de las relaciones de consumo, pues constituyen una herramienta fundamental para que la parte débil pueda obtener la debida tutela de sus derechos, sean éstos individuales o de incidencia colectiva. Estas entidades actúan —además de su rol de mediador en los conflictos generados entre el consumidor y el proveedor (cuestión regulada por el art. 58)— como un organismo de control del cumplimiento del estatuto del consumidor por parte del proveedor de bienes y servicios y, asimismo, permiten muchas veces que el consumidor acceda a la jurisdicción mediante su intervención, ya sea por la representación del interés individual de uno de ellos, o por la legitimación que les confiere la norma para intervenir en acciones de incidencia colectiva[29].
Su legitimación tanto para actuar en forma individual como para iniciar acciones colectivas constituye una herramienta fundamental que permite, por un lado, frustrar el beneficio que los proveedores obtienen de la dificultad de los afectados para auto organizarse y el natural desgano o falta de incentivo patrimonial del consumidor individual para asumir el riesgo económico y el costo emocional que supone el litigio judicial; por el otro, habilita mecanismos de control descentralizado tendientes a denunciar prácticas y situaciones que objetivamente lesionen intereses de consumidores y usuarios. Las asociaciones, debidamente constituidas y registradas (art. 56 LDC) pueden actuar defendiendo sus propios intereses, los de un consumidor particular (mandato mediante, según lo exige el art. 53 segundo párrafo LDC), o hacerlo en clave colectiva para defender derechos de incidencia colectiva vinculados a intereses individuales homogéneos.
Como vimos, el art. 54 de la LDC incorporado en la reforma de 2008 importó un avance (incompleto, pero avance al fin) en la regulación de las acciones colectivas. La norma previó el procedimiento, homologación y efectos de una transacción o conciliación, reguló los mecanismos para que el consumidor individual se aparte de la solución general adoptada para el caso y determinó los efectos de cosa juzgada de la sentencia y los mecanismos de cuantificación de daños y pago de indemnizaciones. Las pautas y directrices que la Corte Suprema fijaría poco tiempo después en el fallo “Halabi” (Fallos: 332:111) ampliaría el esquema regulatorio en un marco de injustificada mora legislativa.
En materia procedimental, el art. 53 de la LDC exige que las causas iniciadas en defensa de derechos de consumidores y usuarios tramiten bajo las normas del proceso de conocimiento más abreviado (el sumarísimo en la mayoría de las legislaciones locales), salvo que el juez establezca otra modalidad mediante resolución fundada. En las jurisdicciones que lo prevean, los consumidores deben, además, cumplir con la etapa de mediación prejudicial obligatoria, algo que puede resultar objetable si el consumidor ya ha transitado por procedimientos municipales administrativos o etapas de negociación extrajudicial y desea que su reclamo arribe sin más demora a los estrados judiciales[30].
El mismo artículo también regula dos mecanismos de protección que han probado ser centrales en la tutela diferenciada del consumidor: el beneficio de justicia gratuita (art. 53, último párrafo) y el deber de colaboración del proveedor que litiga (art. cit., anteúltimo párrafo). Por su importancia, nos referiremos a ellos más adelante.
 
II.c. El consumidor en las provincias: derechos constitucionales provinciales, tutela judicial efectiva e incumbencias legislativas concurrentes.
En forma previa o concomitante al proceso de reforma de la Constitución Nacional de 1994, un buen número de provincias reconocieron expresamente los derechos de consumidores y usuarios en sus respectivas constituciones. Tal es el caso de Santa Cruz, Chubut, Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, Rio Negro, Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, San Juan, La Rioja, Catamarca, Salta, Formosa, Chaco, Tucumán, Santiago del Estero y Corrientes. Lo mismo ocurre con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires[31].
En un menor número de provincias se dictaron leyes especiales o reformas estructurales a los Códigos de Procedimiento en los que se regularon aspectos procesales aplicables a controversias gestadas en el marco de relaciones de consumo. Así ocurrió en Santa Cruz (Leyes 2465 y 3604), Chubut (Ley VII Nº 22, antes Ley 4219), Neuquén (Ley 2268), Buenos Aires (Ley 13.133), Mendoza (Ley 9001), Tucumán (Ley 9531), Jujuy (Ley 6358), Misiones (Ley III Nº 2, antes Ley 3811), San Juan (Ley 898-D y 6006), Corrientes (Ley 6181), La Pampa (Ley 1352) y Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Ley 6407)[32].
En la Provincia de Buenos Aires, y desde hace dos décadas, rige el Código Provincial de Implementación de los Derechos de los Consumidores y Usuarios (Ley 13.133). Se trata de una legislación integral, no exclusivamente procedimental, pero que prevé un importante catálogo de pautas procesales aplicables al litigio de consumo, sea en clave individual o litisconsorcial o bien en formato colectivo. El Título VII dedicado al «Acceso a la justicia», basado en el proyecto elaborado por Gabriel Stiglitz[33], regula el trámite sumarísimo para las pretensiones promovidas en defensa de derechos de consumidores y usuarios, aunque se habilita la posibilidad de la reclamante de optar por un trámite de conocimiento más eficaz.
Coherente con lo establecido en el art. 53 de la Ley 24.240, aunque avanzando en aspectos específicos, el Código de Implementación bonaerense reguló la legitimación activa especial para interponer acciones fundadas en derechos individuales o de incidencia colectiva (art. 26), el beneficio de gratuidad (art. 25), los mecanismos conciliatorios y efectos en procesos colectivos (art. 24), los efectos de la sentencia (art. 28), la exigencia de depósito previo para apelar la sentencia de condena y el efecto no suspensivo del recurso de la proveedora (art. 29).
Mediante la Res. 36/2001 del Ministerio de la Producción, Ciencia e Innovación Tecnológica, la Provincia de Buenos Aires adhirió a la Res. 139/2020 de la Secretaría de Comercio Interior de la Nación sobre consumidores hiper vulnerables, la cual contempla especialmente reclamos de aquellos consumidores que sean personas humanas y que se encuentren en otras situaciones de vulnerabilidad en razón de su edad, género, estado físico o mental, o por circunstancias sociales, económicas, étnicas y/o culturales, que provoquen especiales dificultades para ejercer con plenitud sus derechos como consumidores (niños, niñas, adolescentes, personas pertenecientes al colectivo LGBT+, personas mayores de 70, personas con discapacidad, migrantes o turistas, personas pertenecientes a comunidades de pueblos originarios, entre otros). Dentro de las reglas procesales aplicables a este sub-grupo de consumidores, se destaca el deber de las autoridades de implementar medidas en pos de la eliminación y mitigación de obstáculos en el acceso a la justicia.
Es destacable también el caso de la provincia de Mendoza, que posee una regulación importante y minuciosa en materia de procesos de consumo. Los pleitos motivados por reclamos de consumidores y usuarios se dividen según sean de mayor o menor cuantía, lo que se determina por un umbral económico establecido mediante una cantidad de unidades de valor arancelarias. Los de menor cuantía, cuando no superan las tres unidades arancelarias, tramitan ante una oficina especial de pequeñas causas y se rigen por las reglas del «proceso de pequeñas causas» regulado en los artículos 218 y sig. del Código de Procedimientos Civil, Comercial y Tributario. Es un proceso ágil que se dirime ante una oficina especial y que tiene una etapa inicial de negociación y luego un contradictorio caracterizado por la gratuidad, modalidad mixta (escritural y oral), limitaciones probatorias, mecanismos recursivos abreviados y sin efecto suspensivo para el consumidor triunfante.
En los procesos de consumo de mayor cuantía, el diseño del procedimiento también tiene un neto corte tuitivo y se aplican una serie de principios y directrices que el mismo Código enuncia: acceso a la justicia, dispositivo, oralidad, oficiosidad, buena fe, entre otros. También se rige por el principio de protección para el consumidor o usuario, con expresa referencia al postulado contemplado en el art. 42 de la Constitución Nacional. El proceso responde a la estructura clásica de conocimiento y contradicción, aunque con imposibilidad de reconvención, limitaciones probatorias y recursivas, intervención obligada del Ministerio Público Fiscal, plazos abreviados y una distribución dinámica de la carga probatoria. Se fija una pauta de valoración probatoria especial, con preferencia por la interpretación —tanto de los hechos como de la evidencia— que más favorezca al consumidor. En materia de costas, rige el postulado general de la derrota, aunque el consumidor que pierde puede ser eximido total o parcialmente cuando “vencido por circunstancias especiales demuestre haber litigado con razón probable y buena fe”.
El Código de Procedimientos mendocino regula un proceso monitorio cambiario y especial para los denominados «pagaré de consumo», que son aquellos títulos que usualmente se suscriben (o, digamos mejor, los proveedores fuerzan al consumidor a suscribir) en el marco de una relación de consumo como garantía del pago de algún concepto debido (precio o saldo de una venta de un producto o servicio) o como mecanismo de recupero ágil de alguna forma de financiación. Se permite al juez presumir la existencia de la relación de consumo con fundamento en “la sola calidad de las partes de la relación cambial” y aun cuando el título hubiere circulado. Esta regulación constituye un avance importante en la disciplina, dado que mucho se ha debatido sobre la manera en que debe interactuar el derecho del consumidor con los postulados rígidos del derecho cambiario (en especial, las limitaciones a las potestades defensivas del consumidor en el marco de procesos ejecutivos y la consecuente imposibilidad de objetar el uso de títulos abstractos como mecanismo fraudulento para evitar el cumplimiento del art. 36 de la Ley 24.240).
También es interesante el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que tiene su propio —y relativamente nuevo— Código Procesal de la Justicia en las Relaciones de Consumo, sancionado en marzo de 2021. No consiste en una modificación estructural a un digesto preexistente ni una ley especial que se integra a otras regulaciones procesales complementarias: se trata de un verdadero Código Procesal de 266 artículos que regula específicamente los procesos en los que se dirimen controversias gestadas en el seno de las relaciones de consumo. Se trata, tal vez, de una de las legislaciones más avanzadas en la materia.
La regulación reposa sobre la base de un sistema de procesos de conocimiento ordinarios (por defecto) o ampliados (excepcional), plazos abreviados, audiencias de función múltiple (espacio de conciliación, resolución de excepciones, proveimiento de prueba), beneficio de gratuidad amplio, actuaciones digitalizadas, sistema recursivo limitado por umbrales patrimoniales. Se contemplaron, además, otros institutos y herramientas propias de las tutelas diferenciadas del consumidor (deber de colaboración procesal de la parte proveedora, principios procesales de neto corte protectorio —informalidad, inmediatez, interpretación pro consumidor, tutela de la hipervulnerabilidad, etc.—, impulso oficioso del juez con fuertes potestades sancionatorias, entre otras) [34].
El código regula pretensiones y procedimientos especiales, incluyendo medidas autosatisfactivas y de tutela anticipada, acciones meramente declarativas, acciones contra la publicidad ilícita (con fundamento en el art. 1101 del Código Civil y Comercial) y acciones preventivas por daño temido (art. 1710 del CCyC). También se previó una normativa especial para procesos colectivos de consumo, que contempla pautas específicas en materia de legitimación, gratuidad, admisibilidad, certificación de las clases, trámite aplicable, efectos y contenido de la sentencia y destino de las indemnizaciones.
La vía judicial tiene como exigencia previa el tránsito por un Servicio de Conciliación para las Relaciones de Consumo del Consejo de la Magistratura porteño, aunque se puede optar también por otros mecanismos conciliatorios, incluyendo la Dirección de Defensa y Protección del Consumidor (del Gobierno de CABA) o el Sistema de Conciliación Previa de las Relaciones de Consumo (el COPREC, dependiente de autoridades nacionales).
Junto con la sanción del Código, la justicia porteña inauguró un nuevo fuero especial para dirimir reclamos de consumidores y usuarios (denominado en lo contencioso administrativo, tributario y de relaciones de consumo) cuya puesta en marcha no ha estado exenta de algunos contratiempos derivados de viejas tensiones con la justicia nacional motivados por una dilatada transferencia de competencias[35].
 
II.d. Incentivos patrimoniales y la gratuidad como herramienta de tutela
El artículo 53 de la Ley 24.240 prevé en su cuarto párrafo que «[l]as actuaciones judiciales que se inicien de conformidad con la presente ley en razón de un derecho o interés individual gozarán del beneficio de justicia gratuita. La parte demandada podrá acreditar la solvencia del consumidor mediante incidente, en cuyo caso cesará el beneficio». Análoga exención regula el art. 55 para las acciones judiciales iniciadas en defensa de intereses de incidencia colectiva. Se trata del denominado beneficio de gratuidad, reinstaurado luego del veto presidencial inicial.
Una prerrogativa procesal de este tipo tiene una explicación patrimonial clara: como parte de una situación general de inferioridad y vulnerabilidad, el consumidor suele no tener recursos suficientes (o, si los tiene, carece de incentivos) para reclamar en juicio la tutela de un derecho que dice afectado en el marco de una relación de consumo.
Los costos de un proceso judicial, sumados a la incertidumbre de su resultado final, conforman una ecuación que moldean la decisión del consumidor sobre si demandar o no en justicia y someter su reclamo a meses o años de tramitación. Hay allí un problema de singular importancia, por cuanto la inexistencia de incentivos suficientes para llevar a juicio un reclamo puede favorecer la ilicitud de las proveedoras, quienes advierten y toman provecho de esa baja probabilidad de ser demandados por un incumplimiento y adecúan a ello sus estándares de cuidado y de actuación. Eliminar —o cuanto menos abaratar— esos costos facilita e incentiva los reclamos consumeriles, removiendo una barrera patrimonial que beneficia a las proveedoras de bienes y servicios cuya capacidad patrimonial, en general, les permite tolerar el tiempo y el dinero que insume el litigio judicial. La posibilidad de accionar en clave colectiva (sobre todo cuando los actos lesivos generan daños de baja cuantía), junto con el beneficio de gratuidad, constituyen herramientas fundamentales para asegurar un control social difuso de las prácticas indebidas de proveedoras de bienes y servicios, y ambas tienen dentro de sus propósitos eliminar desincentivos patrimoniales para el reclamo de derechos de consumidores o usuarios.
Desde sus inicios el beneficio de la gratuidad generó dudas y discrepancias en torno a sus alcances y efectos. Ya en los debates parlamentarios se discutía su potencial identificación con el beneficio de litigar sin gastos, el cual constituye un típico instituto procesal que, como tal, conforma una materia legislativa no delegada. La jurisprudencia mayoritaria y finalmente la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación[36] terminaron por adoptar la denominada interpretación amplia de esta herramienta, asimilándola al beneficio de litigar sin gastos y afirmando que incluye no solo la tasa de justicia sino también las costas del proceso.
La Corte argumentó que “del debate parlamentario que precedió a la ley 26.361 se observa la intención de liberar al actor de este tipo de procesos de todos sus costos y costas, estableciendo un paralelismo entre su situación y la de quien goza del beneficio de litigar sin gastos”. El objetivo, en definitiva, es ayudar “a garantizar así el acceso de los consumidores a la justicia, sin que su situación patrimonial desfavorable sea un obstáculo”. La misma Corte había expresado en un caso anterior que la gratuidad del proceso judicial configura una prerrogativa reconocida al consumidor dada su condición de tal, con el objeto de facilitar su defensa cuando se trate de reclamos originados en la relación de consumo[37].
Tratándose de una norma que regula un piso mínimo vinculado con una garantía constitucional federal, las provincias pueden ejercer sus facultades legislativas concurrentes e igualar o incluso incrementar la protección prevista por la legislación nacional. Un número importante de provincias tienen, con mayor o menor precisión en sus alcances y efectos, una regulación especial sobre gratuidad en procesos de consumo[38].
Es de destacar que el beneficio de gratuidad regulado para acciones individuales (art. 53 LDC) y para acciones colectivas (art. 55 LDC) tiene efectos diversos derivados de la posibilidad —presente en el primero, no así en el segundo— de promover un incidente para demostrar la aptitud patrimonial del beneficiario para afrontar el pago de las costas. De ello se sigue que, en principio, la imposición de costas en acciones individuales o litisconsorciales se rige por la regla objetiva de la derrota: el consumidor puede ser condenado a pagar las costas, aunque no tiene que afrontarlas hasta que no se acredite su solvencia. Distinto el caso de las asociaciones de consumidores, quienes al resultar vencidas no debiera imponérseles las costas[39] dado que aquella modalidad (la demostración de insolvencia) no está prevista en el art. 55 de la Ley 24.240.
 
II.e. Algo más que una carga dinámica: el deber de colaboración
El artículo 53 de la Ley 24.240 prescribe que los proveedores deberán aportar al proceso todos los elementos de prueba que obren en su poder, conforme a las características del bien o servicio, prestando la colaboración necesaria para el esclarecimiento de la cuestión debatida en el juicio[40].
Esta norma ha significado un avance importante en la protección procesal del consumidor o usuario, considerando la preeminencia probatoria que el proveedor mantiene no solo en el mercado y antes del inicio del proceso (para procurar, preconstituir, conservar y eventualmente eliminar fuentes de prueba), sino también dentro de él (donde puede elegir, estratégicamente y según su conveniencia, cuáles pruebas aportar y cuáles ocultar una vez gestada la controversia).
Si bien ha sido objeto de algunos debates doctrinarios, nos parece claro que la norma no establece un sistema de inversión de cargas probatorias, ni tampoco un régimen dinámico en su asignación. En rigor, el legislador escogió una opción deóntica mucho más estricta: regula un deber de la proveedora de aportar al proceso los elementos de convicción vinculados con la materia debatida. También prescribe una directiva general de colaboración, cuyo contenido la norma procura no describir en cuanto a su alcance y contenido, sino a través de su objetivo: cuanto sea necesario para esclarecer la cuestión que es objeto de controversia en el pleito.
Al no tratarse de una regla sobre cargas probatorias, su incumplimiento no decanta en los efectos que son propios de ese régimen, aunque uno y otro enfoque —cierto es— genera resultados relativamente similares. Si el juzgador considera que aquel deber de aportar prueba fue incumplido, asignará un carácter indiciario a esa conducta renuente del proveedor en orden a evaluar la fundabilidad de sus planteos y la verdad de los hechos en los que se sustenta la posición de la contraria.
Mientras que el deber de aportar expresamente refiere a la introducción de los elementos de prueba que el proveedor tenga en su poder, el deber de colaborar ha sido regulado en clave abierta y sin ceñirse exclusivamente a la labor probatoria. Esto significa que esa colaboración puede ser exigida también en términos postulatorios: no puede el proveedor apontocarse en una cómoda negativa (“niego, será justicia”), sino que debe brindar explicaciones claras e integrales (una verdadera versión de los hechos) que permita comprender adecuadamente cuál es el fundamento fáctico de su defensa y cuál es la posición que asume con relación a la materia controvertida[41]. Más aún, compartimos aquella opinión que señala que los deberes empresariales trascienden al ámbito de las relaciones con los consumidores de modo que no se tolera una posición meramente pasiva en el proceso, e imponen un deber de prevención y colaboración que también alcanza a la dinámica post-contractual y previa a la del litigio[42].
La Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires, si bien asumiendo un enfoque más cercano a identificación de la colaboración con la aplicación dinámica de las cargas probatorias, ha llegado a resultados similares con consecuencias importantes derivadas de la inobservancia al mencionado deber de colaboración.
En un caso en el que se discutía el daño sufrido por el consumo de un producto alimenticio contaminado, se juzgó responsable a la demandada en parte por haber descartado y no resguardado el producto del tipo y origen que probablemente pudiera haber causado el daño. Dijo la Casación bonaerense: “[e]l concepto «carga dinámica de la prueba» o ˇprueba compartida» consiste en hacer recaer en ambas partes la obligación de aportar elementos de juicio al juzgador, privilegiando la verdad objetiva sobre la formal para brindar la efectiva concreción de la justicia. Se trata de un concepto particularmente útil cuando los extremos son de muy difícil comprobación. Nada de esto puede interpretarse como la imposición de realizar una prueba contra los propios intereses. En la relación de consumo, la empresa de productos alimenticios debió, con criterio prudente, facilitar la prueba requerida por la actora, con el resguardo del producto del tipo y origen que hipotéticamente pudiera haber causado el daño. Haberlo retirado del establecimiento, impidió definitivamente la realización de una prueba trascendental para el caso quebrantando el artículo 53 de la ley 24.240.”[43]
Tal como ocurre con el beneficio de gratuidad, muchas provincias replicaron en sus legislaciones especiales —con mayor o igual contenido— el deber colaboración procesal que pesa sobre el proveedor[44].
 
III. Conclusión
La reforma constitucional de 1994 fue un hecho histórico fundamental para los argentinos. Consolidó definitivamente el proceso democrático, fortaleció el reconocimiento y tutela de los derechos humanos al otorgar jerarquía constitucional a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos y definió la puerta de ingreso para nuevos derechos, incluyendo la protección de datos personales, el medio ambiente sano y los derechos de los consumidores y usuarios en la relación de consumo. En este último caso, el principio protectorio, insertado ahora en la cúspide del ordenamiento jurídico interno, moldeó la piedra basilar de un sistema normativo autónomo, con reglas, principios, criterios y enfoques propios.
Una protección de fondo requiere, como vimos, una especial consideración de forma. El derecho del consumidor no puede cumplir sus objetivos sin herramientas institucionales adecuadas que brinden una tutela judicial efectiva y diferenciada, que repare —y neutralice— el desequilibrio estructural que subyace al vínculo entre el consumidor o usuario y el proveedor de bienes o servicios en el marco de una relación de consumo.
El diseño de mecanismos procesales de protección y su reconocimiento legislativo insume un considerable tiempo que corre a la par (o detrás) de una realidad que está todo el tiempo ofreciendo nuevos desafíos. El mundo cambia a un ritmo acelerado, y la tecnología avanza con tal rapidez que continuamente redefine nuestras posibilidades y transforma nuestra manera de vivir y relacionarnos. Años atrás se debatía el modo de regular la contratación telefónica o cómo concebir la novedosa celebración de negocios a través de internet; hoy tenemos que evaluar qué trae consigo la inteligencia artificial, el machine learning, el blockchain y las criptomonedas, la automatización vehicular, el uso de datos biométricos y la realidad aumentada. Cualquier balance que uno pueda realizar tiene una nota de evidente provisoriedad y vale no más que como una fotografía que se extrae de una película que está en constante movimiento y cuya trama no podemos anticipar a mediano o largo plazo.
Con todo, los esfuerzos gestados en el seno de esta disciplina jurídica revelan que, a treinta años de la reforma constitucional (y a treinta y uno de la sanción de la Ley 24.240), muchísimo se ha hecho y otro tanto queda aún por hacer. El derecho del consumidor se ha consolidado como una nueva y autónoma rama del derecho, cuyos impulsores y continuadores —a fuerza de un trabajo académico denodado— han logrado cambiar la realidad: modificaciones legislativas, proyectos de ley que continuamente se debaten en las legislaturas locales y presencia de la disciplina en los planes de estudio en las Facultades de Derecho. Todo ello, además, ha decantado en una modificación sustancial de las prácticas jurisprudenciales: ha cambiado la cultura y el enfoque de los operadores a la hora de analizar y dirimir controversias, diferenciando los conflictos gestados en el marco de relaciones de consumo de las simples contiendas aprehendidas por el derecho mercantil o tibiamente reguladas por la legislación antitrust.
En suma, hay razones para celebrar lo mucho que se ha hecho en estas tres décadas. El sólido presente de esta disciplina nos permite ser optimistas sobre el modo en que se afrontarán los desafíos que impone el futuro.
 
 
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[1] Abogado, Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP). Especialista en Derecho Procesal Civil (UBA). Diplomado en Derecho Procesal Civil (Universidad Notarial). Docente de Teoría Constitucional (UNMdP).

[2] Abogado, Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP). Especialista en Derecho Procesal Civil (UBA). Docente de Derecho de las Obligaciones y Derecho de Daños (UNMdP).

[3] Badeni, Gregorio, Reforma constitucional e instituciones políticas. Buenos Aires: Ad-hoc SRL, 1994, pág. 228.

[4] En su capítulo 34, titulado “Política conveniente para después de dada la Constitución”, Alberdi proponía que “Gobernar poco, intervenir lo menos, dejar hacer lo más, no hacer sentir la autoridad, es el mejor medio de hacerla estimable. A menudo entre nosotros gobernar, organizar, reglamentar, es estorbar, entorpecer”.

[5] Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina Comentada y Concordada. Buenos Aires: La Ley, 3° edición, 2007, pág. 459.

[6] Palacios, Alfredo. Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente de 1957, t. II, ps. 1259 y siguientes.

[7] Arballo, Gustavo, Brevísimo curso de derecho para no abogados. La Constitución explicada para entender nuestra vida en común. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2022, pág. 69.

[8] Esta cuestión fue abordada por la CSJN en el caso “Q.C. c/ CABA” de 2012, en el que una persona en situación de calle, con un hijo discapacitado, reclamaba una solución habitacional al gobierno de la ciudad. Dijo allí la Corte que los derechos fundamentales (como la vivienda digna) no son meras declaraciones, sino normas jurídicas operativas con vocación de efectividad, que consagran obligaciones de hacer a cargo del Estado y están sujetas al control de razonabilidad por el Poder Judicial.

[9] Proceso que sería continuado, entre otras normas, por el Código Civil y Comercial del año 2015.

[10] Stiglitz, Gabriel. El Derecho del Consumidor Argentino. A 30 años de la Ley 24.240. Publicado en: LA LEY 22/09/2023, 1  - LA LEY 2023-E , 188. Cita: TR LALEY AR/DOC/2246/2023.

[11] Chamatrópulos, Pablo. Defensa del consumidor en Argentina: contextualización histórica, legislación e instituciones públicas y sociales. Friedrich-Ebert-Stiftung, 2008.

[12] Chamatrópulos. ibídem.

[13] Sesiones del 16 y 17 de agosto de 1994, disponibles en https://www4.hcdn.gob.ar/dependencias/dip/Debate-constituyente.htm.

[14] Art. 7 de la Ley 24.309.

[15] CSJN, in re "Consumidores Financieros Asociación Civil p/ su defensa c/ Nación Seguros S.A. s/ Ordinario", del 24/11/2015; Fallos 338:1344.

[16] La Resolución N°36 del 15 de julio de 2019 del Grupo Mercado Común del Mercosur —integrada al ordenamiento jurídico mediante Res. 310/2020 de la Secretaría de Comercio Interior— reconoce al consumidor como sujeto comprendido en una vulnerabilidad estructural en el mercado.

[17] Entre muchos otros aspectos que conforman una lista no taxativa, se incluye el derecho a ocurrir ante los tribunales y obtener una sentencia útil, acceder a una instancia judicial ordinaria para lograr el control judicial suficiente sobre lo actuado en sede administrativa, acceder a un juez natural e imparcial, a la eliminación de trabas que impidan u obstaculicen el acceso a la jurisdicción, a peticionar y obtener tutelas cautelares, al aseguramiento del derecho a ser oído y ofrecer y producir prueba antes de la sentencia, a una decisión fundada, al recurso, a la ejecución oportuna de la sentencia, al desarrollo de un proceso en un plazo razonable, a contar con asistencia letrada, etcétera (Rosales Cuello, Ramiro, Marino, Tomás, Las normas procesales en el nuevo Código Civil y Comercial, Abeledo Perrot, SJA 2014/11/26-3; JA 2014-IV)

[18] Berizonce, Roberto O. Fundamentos y confines de las tutelas procesales diferenciadas, en "Revista de Derecho Procesal - Tutelas procesales diferenciadas I", Santa Fe: Rubinzal-Culzoni, 2008, nro. 2, pág. 39.

[19] Queda al margen de este breve comentario todo cuanto pueda decirse de los procedimientos administrativos (incluyendo los mecanismos recursivos judiciales contra sanciones impuestas a proveedores), sistemas de arbitraje, regulación emanada de las autoridades de aplicación, mecanismos de mediación o conciliación prejudicial, etcétera.

[20] Arballo, ob.cit., pág. 262.

[21] Arts. 14.b, 240, 1737 del CCyC

[22] Fallos 322:111.

[23] Fallos: 336:1236 ("PADEC c/ Swiss Medical S.A. s/ Nulidad de cláusulas contractuales", del 21/08/2013), Fallos: 338:29 ("Recurso de hecho deducido por la actora en la causa Asociación Civil para la Defensa en el Ámbito Federal e Internacional de Derechos c/ Instituto Nacional de Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados s/ amparo", del 10/02/2015), Fallos: 338:40 ("Asociación Protección Consumidores del Mercado Común del Sur c/ Loma Negra Cía. Industrial Argentina S.A. y otros", del 10/02/2015), Fallos: 338:1492 ("Consumidores Libres Coop. Ltda. Prov. Serv. Acc.Com. c/ Amx Argentina", del 9/12/2015), Fallos: 339:1077 ("Asociación Protección Consumidores del Mercado Común del Sur c/ Loma Negra Cía. Industrial Argentina S.A. y otros", del 18/08/2016), Fallos: 342:1747 ("Matadero Municipal de Luis Beltrán S.E. c/ Estado Nacional y ot.", del 17/10/2019), Fallos: 343:1259 (“Federación Argentina de Entidades Empresarias del Autotransporte de Cargas c/ EN - M. Interior – DNV y otro s/ proceso de conocimiento", del 15/10/2020), Fallos: 344:575 (“Recurso de hecho deducido por la demandada en la causa Grindetti, Néstor Osvaldo c/ Edesur S.A. y otro s/ amparo colectivo” del 15/04/2021), entre muchos otros.

[24] Rosales Cuello, Marino, ob.cit.

[25] Esta opinión en González Da Silva, Gabriel, «Inconstitucionalidad de las disposiciones procesales contenidas en el Proyecto de Código», LL del 16/5/2013, p. 1; LL 2013-C-911.

[26] Tal es el caso del amparo (art. 43 de la CN, ley 16.986; en el ámbito bonaerense: art. 20, inc. 2º, de la Const. prov., ley 13.928), el hábeas data (art. 43, tercer párr., de la CN; ley 25.326; en el ámbito provincial: art. 20, inc. 3º, de la Const. prov., ley 14.214) y muy especialmente la protección de los derechos ambientales (art. 41, tercer párrafo, de la CN; art. 3º de la ley 25.673; en el ámbito bonaerense: art. 28 de la Const. prov. y leyes 11.723, 14.343 y sus complementarias) y los derechos vinculados a la salud mental (art. 75, inc. 23, de la CN, ley 26.657; en provincia: art. 36, inc. 5º, de la Const. prov. y ley 14.580).

[27] Los primeros tres, sustituidos o incorporados por la Ley 26.361 de abril de 2008; el último, incorporado por Ley 26.993 de septiembre de 2014.

[28] El art. 55 también fue sustituido por el art. 28 de la Ley 26.361.

[29] Sáenz, Luis R. J., Silva, Rodrigo, en Ley de defensa del consumidor [Picasso – Vázquez Ferreyra, dir.], Buenos Aires: La Ley, 2009, t. I, pág. 689.

[30] En el ámbito nacional, la Ley 26.993 excluyó a las controversias gestadas en el seno de las relaciones de consumo, por estar alcanzadas por el Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo (art. 73 de la Ley 26.993 y 5 inciso “f” de la 26.589.

[31] Artículos 38 de la Constitución de Buenos Aires, 46 de la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 46 de la Constitución de Santa Cruz, 33 de la Constitución de Chubut, 22 de la Constitución de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, 30 de la Constitución de Rio Negro, 29 de la Constitución de Córdoba, 30 de la Constitución de Entre Ríos, 69 de la Constitución de San Juan, 51 de la Constitución de La Rioja, 57 y 179 de la Constitución de Catamarca, 31 de la Constitución de Salta, 74 de la Constitución de Formosa, 47 de la Constitución de Chaco, 42 de la Constitución de Tucumán, 36 de la Constitución de Santiago del Estero, 48 de la Constitución de Corrientes.

[32] Otras provincias tienen regulaciones sobre la tutela del consumidor, pero mediante normas aisladas e inorgánicas (e.g., el art. 321 del CPCC de San Luis, art. 30 de la Ley 2068-D -antes 7134- de Chaco, art. 851 del CPCC de Santiago del Estero y 273.4 del CPCC de La Rioja).

[33] Stiglitz, Gabriel, en Derecho del consumidor 13 [Stiglitz, dir.], Rosario: Juris, 2003, pág. 173.

[34] Un análisis exhaustivo del flamante Código porteño puede leerse en D´Archivio, María E. y Tambussi, Carlos E., El fuero especial en marcha. Lineamientos del Código de Procedimiento para la Justicia en las Relaciones de Consumo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Ley 6407). SJA, 01/09/2023.

[35] En enero 2017 los Poderes Ejecutivos del Estado nacional y CABA celebraron un Convenio Interjurisdiccional de Transferencia de la Justicia Nacional en las Relaciones de Consumo en el cual acordaron la transferencia de la competencia ordinaria en los conflictos vinculados a las relaciones de consumo, y lo hicieron ad referéndum de su aprobación por los Poderes Legislativos. La legislatura porteña lo aprobó, pero no hizo lo propio el Congreso Nacional. En diciembre de 2022, en el marco de un conflicto positivo de competencia entre el fuero especial porteño y el fuero nacional comercial, el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires decidió que es competente la justicia local para entender en controversias en materia de consumo (caso "Benítez, María Fernanda", del 22/12/2022). La decisión se sustentó en la doctrina de la Corte Suprema de la Nación en causa "Bazán" (Fallos: 342:509), considerando al órgano porteño como tribunal superior de la causa con aptitud para resolver conflictos de competencia entre un tribunal nacional y un tribunal local. Se dijo allí que la competencia jurisdiccional para entender en la reparación de los daños ocurridos con motivo u ocasión de una relación de consumo ha sido acordada por el Congreso a la Ciudad de modo expreso por la ley 26.361 que reforma la ley 24.240. Así se desprende de la redacción actual de los artículos 40 bis, 41, 45, 53 y concordantes de la ley 24.240, en cuanto establecen que la Ciudad y las provincias actúan como autoridades de aplicación local de lo allí dispuesto. En suma, estamos frente a una norma que contiene disposiciones expresas que acuerdan a la Ciudad de Buenos Aires la jurisdicción para entender en pleitos donde se ventilen los alcances y/o la existencia de relaciones de consumo.

[36] CSJN, Fallos: 344:2835 [“ADDUC y ot. c AySA S.A.”, del 14/10/2021]; lo resuelto allí estuvo en línea con lo decidido otros precedentes anteriores: Fallos: 335:1080 [“Cavalieri, Jorge y ot. c/ Swiss Medical S.A. s/ Amparo, del 26/06/2012”], 338:1344 [“Consumidores Financieros Asociación Civil p/ su defensa c/ Nación Seguros S.A. s/ ordinario”, del 24/11/2015]

[37] CSJN, in re "Consumidores Financieros Asociación Civil p/ su defensa c/ Nación Seguros S.A. s/ Ordinario", del 24/11/2015; Fallos 338:1344.

[38] Arts. 66 del Código Procesal para la Justicia en las Relaciones de Consumo de la Ciudad de Buenos Aires, 25 de la Ley 13.133 de Buenos Aires, 204 del Código Procesal Civil, Comercial y Tributario de Mendoza, 11 de la Ley VII Nº 22 -antes Ley 4219- de Chubut, 12 de la Ley 2268 de Neuquén, 481 del Código Procesal en lo Civil y Comercial de Tucumán, 463 del Código Procesal Civil y Comercial de Jujuy, 12 de la Ley III Nº 2 -antes Ley 3811- de Misiones, 28 de la Ley 898-D de San Juan, 17 de la Ley 6181 de Corrientes, 34 y 41 de la Ley 3604 y 5 bis de la Ley 2465 de Santa Cruz.

[39] Esta solución puede verse en CSJN, “«Unión de Usuarios y Consumidores c/ Nuevo Banco de Entre Ríos S.A. s/ Ordinario», del 30/12/2014 (causa 10/2013 -49-U-)

[40] La regulación de deberes de colaboración procesal tiene antecedentes en el derecho concursal. El hoy derogado art. 106 de la Ley Concursal N°19.551 (actual art. 102 de la Ley 24.522) preveía que el fallido y sus representantes y los administradores de la sociedad están obligados a prestar "toda la colaboración que el juez o el síndico le requieran para el esclarecimiento de la situación patrimonial y la determinación de los créditos".

[41] Si bien el deber de colaboración proyecta sus efectos más importantes en los procesos de consumo en los que el consumidor o usuario es parte reclamante (y es el proveedor quien se defiende), lo cierto es que la norma no restringe su campo de aplicación a esa modalidad y es igualmente aplicable a casos en los que el consumidor es sujeto pasivo de un reclamo fundado en una relación de consumo.

[42] SCBA, “G., A. C. c/ Pasema S.A. y ot. s/ Daños y Perjuicios, C. 117760 del 01/04/2015, opinión del Ministro Hitters.

[43] SCBA, “G., A. C. c/ Pasema S.A. y ot. s/ Daños y Perjuicios, C. 117760 del 01/04/2015.

[44] Art. 485 del Código Procesal en lo Civil y Comercial de Tucumán, 171 del Código Procesal para la Justicia en las Relaciones de Consumo de la Ciudad de Buenos Aires, 465 del Código Procesal Civil y Comercial de Jujuy, 17 de la Ley 6181 de Corrientes, 207 del Código Procesal Civil, Comercial y Tributario de Mendoza, entre otros.


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