Cita a la publicación original
Marino, Tomás, Principio de congruencia y depreciación monetaria. Dificultades para debatir deudas de valor en el proceso civil y comercial bonaerense, Revista de Derecho Procesal, 2020-1, Santa Fe: Rubinzal-Culzoni, 2020, pág. 371 y sig.
Tomás Marino[1]
Sumario: 1. Introducción: la inflación como problema jurídico – 2. Inflación y deudas de valor en el proceso civil y comercial – 3. ¿Cómo se adapta el proceso a las crisis monetarias? – 4. Principio de congruencia e inflación – 4.1. Congruencia y deudas de valor. El giro “lo que en más o en menos…” – 4.2. Usos del giro: postergar la cuantificación vs. diferir la determinación de la extensión del crédito. Consecuencias de su omisión – 4.3. Congruencia de valores y congruencia de dinero – 4.4. El problema de la ilusión monetaria y el temor por la indexación: la concepción nominalista del principio de congruencia.- 4.5. Repensar la congruencia: una concepción valorista compatible con el tipo de obligación controvertida – 4.6. Valorismo y actualización de cuantificaciones pasadas – 4.7. Posibles caminos alternativos: condenas en unidades arancelarias y conversión del valor en etapa de ejecución.- 5. Conclusiones.
1. Introducción: la inflación como problema jurídico.
La inflación es el incremento generalizado y sostenido de los precios de bienes y servicios durante un período determinado de tiempo. El nivel de inflación de una economía se expresa en una tasa porcentual mensual[2] que se calcula sobre la base de un índice que mide la evolución promedio de los precios de una canasta de bienes y servicios[3]. El incremento de ese indicador refleja la pérdida del valor real del dinero; o, más llanamente, cuántos menos bienes y servicios podemos comprar con la misma cantidad de unidades monetarias. Las causas de la inflación pueden ser diversas[4], aunque existe relativo consenso en que altos niveles de inflación generan consecuencias perjudiciales para la economía de un país (e.g., redistribución inequitativa de la riqueza, alteración del sistema de precios de bienes y servicios, ineficiencia en la asignación de recursos de la economía real, distorsión en el uso regular del dinero, reducción del horizonte temporal de los contratos, incertidumbre, entre otros)[5].
La economía argentina sufrió procesos inflacionarios durante gran parte del siglo XX, aunque el problema se agudizó sensiblemente en la mitad de la década de 1970. Desde mediados de 1975 y con la crisis del «Rodrigazo» durante la presidencia de Isabel Martínez de Perón, el índice de precios al consumidor trepó a un 182% anual para llegar al 444% al año siguiente. Se mantuvo en niveles muy altos en los años subsiguientes (entre 100% y 176% anual entre 1977 y 1980) y en 1983 —ya en democracia— comenzó una nueva escalada que generó niveles de 343,8% ese mismo año, 626% en 1984, 672% en 1985. Luego de algunos intentos relativamente exitosos de controlar la inflación durante la administración de Raúl Alfonsín, el IPC volvió a crecer y culminó en la hiperinflación de finales de la década de 1980 que terminó forzando la salida anticipada del presidente con un índice que se elevó hasta un 3079% en 1989 y, ya durante la administración de Carlos Menem, a 2314% en 1990[6].
La relativa estabilidad monetaria que trajo la convertibilidad del austral —luego reemplazado por el peso convertible[7]— durante la década de 1990 cesó abruptamente con la crisis económica del 2001. La Ley 25.561 de Emergencia Económica sancionada en enero de 2002 significó el final del peso convertible y el comienzo de un nuevo proceso inflacionario, tenue en su inicio y muy marcado en los últimos diez años a la actualidad. Luego de que el índice de precios al consumidor del 2002 ascendiera a un 40,9% anual, los niveles se mantuvieron en un promedio de un dígito desde 2003 a 2009 y en el año 2010 la curva comenzó a creer sensiblemente: 10,8% en los años 2012 y 2013, 23,9% y 26,9% en 2013 y 2014 y en el 2015 trepó hasta el 26,9%[8]. En 2016 la inflación fue del 42,2%, 34,8% al año siguiente y 48,6% en el 2018. A enero de 2020 —época en la que estas líneas son escritas— el Banco Central de la República Argentina informa una inflación interanual acumulada del 53,8% a diciembre de 2019, la más alta en 28 años[9].
La inflación es un proceso económico que tiene importantes consecuencias jurídicas. La depreciación de la moneda nacional afecta el modo el que se desenvuelven los vínculos obligacionales que la tienen por objeto, incluyendo a los contratos, a las obligaciones alimentarias, a las indemnizaciones debidas por delitos o cuasidelitos civiles, entre otros[10]. Si hay inflación, el tiempo que transcurre entre que nace y se paga la obligación impacta en el valor real de la prestación debida y la aptitud que ésta tiene para satisfacer el interés del acreedor. La inestabilidad monetaria no solo altera el funcionamiento del dinero en tanto unidad de cuenta e instrumento de cambio, sino que también distorsiona el modo en el que opera como instrumento de pago que permite cumplir obligaciones que lo tienen por objeto, sea principal o por vía de equivalente[11].
El envilecimiento del signo monetario nos lleva a cuestionar cómo consideramos que deben operar [o qué extensión creemos que cabe asignarles a]las obligaciones dinerarias cuando el valor de la moneda nacional se deprecia. Para la concepción nominalista, la deuda de dar sumas de dinero se paga entregando una determinada cantidad nominal de unidades monetarias. Para la concepción valorista, en cambio, la extensión de la deuda no depende del valor nominal (esto es, la cantidad de dinero que el deudor debe entregar al acreedor) sino al valor real implicado en la prestación debida, lo que necesariamente conlleva evaluar el poder de compra de ese dinero, incrementando su cantidad si fuere necesario al momento del pago.
Durante la vigencia del Código de Vélez y hasta 1991 era dudoso y ampliamente controvertido si el régimen de las obligaciones dinerarias era nominalista o valorista de acuerdo a la redacción original que tenía el artículo 619 y el contenido de su nota. En una primera época, desde 1940 hasta 1975, prevalecieron esquemas clásicos nominalistas con la admisión de algunas pautas de ajuste por inflación, incluso por vía de intereses moratorios. Luego del “Rodrigazo” en 1975 se acentuó la recepción jurisdiccional de la noción de deuda de valor[12] a la vez que la repotenciación explícita de obligaciones dinerarias se transformó en una práctica generalizada admitida por los tribunales y receptada incluso en leyes específicas[13]. El debate sobre el sistema adoptado por el Código velezano se zanjó definitivamente con la Ley de Convertibilidad sancionada en 1991[14] en la que se instauró un régimen de estricto nominalismo (arts. 7, 8 y 10 de la Ley 23.928) que se mantuvo incluso luego de abandonada la conversión monetaria del peso en el año 2002 mediante la Ley 25.561. Desde esa fecha a la actualidad la repotenciación de obligaciones dinerarias se encuentra prohibida.
El Código Civil y Comercial que entró en vigencia en 2015 mantiene, por vía de principio, un sistema nominalista dado que el deudor de sumas de dinero debe entregar la cantidad correspondiente de la especie designada (arts. 765 y 766 del CCyC) y subsiste además la vigencia de la prohibición de utilizar mecanismos de indexación (art. 7 de la Ley 23.928, t.o. ley 25.561). La nueva legislación civil incorpora ahora las obligaciones de valor en las que el dinero ya no es lo que se debe y lo que se paga, sino que pasa a cumplir la función de cuantificar o medir un valor: es lo que se paga pero no lo que se debe. Mientras que en las obligaciones de dar dinero la moneda está in obligatione e in solutione, en las de valorel dinero solo es el sustitutivo final de un objeto que consiste en un quid o una utilidad (el dinero funciona in solutione pero no in obligatione). Una vez que el valor debido es cuantificado —esto es, es expresado en una cantidad de unidades monetarias— la obligación se transforma en dineraria de conformidad con la regulación contenida en el artículo 772.
Los altos niveles de inflación que ha sufrido nuestra economía en los últimos años han puesto en evidencia algunos problemas e inconsistencias en la normativa que rige las obligaciones dinerarias y de valor en el nuevo Código[15].
El nominalismo que por vía de principio adopta nuestra legislación para las obligaciones dinerarias puede funcionar en épocas de estabilidad económica en las que el valor de la moneda se mantiene dentro de límites aceptables (como ocurrió durante la vigencia de la convertibilidad del peso), pero genera previsibles inequidades cuando se la pone en práctica en coyunturas de alta inflación. En este último caso, la ausencia de mecanismos de corrección que procuren mantener el poder de compra del dinero debido lleva a que con el paso del tiempo uno de los sujetos que compone el vínculo obligacional termine por enriquecerse a costa del otro.
Ello explica que en la práctica negocial las personas son esquivas a celebrar contratos en moneda nacional —hoy de curso forzoso, irrecusable e inconvertible— y aquellos que deciden hacerlo prefieren reducir el horizonte temporal de sus negocios puesto que contratar a largo plazo conlleva riesgos inciertos y difíciles de asumir. Quienes contratan en pesos acuden a sistemas de repotenciación indirectos con base en sus propias expectativas inflacionarias o directamente indexan la obligación asumiendo el riesgo de no lograr enforcement jurisdiccional si la relación deviene controvertida. Lo mismo ocurrirá en cualquier otra típica obligación de dar sumas de dinero (el precio de una venta a pagar en cuotas, el canon mensual en un arrendamiento, el monto instrumentado en un pagaré en garantía de un préstamo, etc.) en el que las partes internalizarán la expectativa inflacionaria dentro de algunos de los componentes de la operación (e.g., el precio o los intereses). Esa expectativa no siempre se verifica en la realidad y el yerro en el pronóstico generará un resultado final que, en retrospectiva, será injusto para una de las partes que se ve perjudicada por el correlativo beneficio de la otra (el acreedor se enriquece si las partes sobreestiman la inflación y viceversa). Las entidades financieras tienen la posibilidad de ofrecer líneas de crédito indexadas en unidades reajustables (e.g., la Unidad de Valor Adquisitivo) pero para ello han sido exceptuados de la Ley 23.928 y no constituyen modalidades disponibles para los contratantes.
La noción de deuda de valor es y ha sido siempre un subterfugio conceptual con una finalidad práctica indisimulable[16]: superar las injusticias que genera la inflación en un contexto legal nominalista de las obligaciones dinerarias; tanto más en un marco normativo como el que rige actualmente en el que los mecanismos de indexación explícitos se encuentran prohibidos (veda que, según es unánimemente admitido, no rige en las obligaciones de valor[17]).
Sin embargo, ni en la práctica negocial —ni en los procesos judiciales, como veremos más abajo— esa función-finalidad se ha verificado de manera satisfactoria. Más allá de las opiniones doctrinarias que de lege ferenda se postulen sobre el modo en que cabe interpretar el art. 772 del Código Civil y Comercial[18], lo cierto es que la ley establece una diferenciación entre la deuda dineraria y la de valor que solo tiene efectos prácticos en una etapa inicial de la relación obligacional: a una primigenia indeterminación del monto nominal adeudado (etapa en la que el deudor debe una cierta valía o utilidad)le sigue un hito de cuantificación que supone la conversión definitiva a obligación de tipo dineraria y la aplicación del régimen legal nominalista con veda de repotenciación. Es decir, una vez determinada la cantidad de unidades monetarias que permiten al acreedor procurarse el quid adeudado, la obligación pasa a ser definitivamente dineraria. El legislador no aclaró cuál es el momento en el que corresponde hacer la evaluación de la deuda, pero cualquier punto temporal anterior al efectivo pago[19] devendrá problemático dado que la determinación monetaria de lo debido —realizable por una única vez, a la luz de lo que establece el art. 772 del CCyC— generará una obligación de dar dinero no indexable que automáticamente queda expuesta a la depreciación.
Es por estos motivos que se ha dicho que la última frase del art. 772 (aquella que impone el sistema de conversión a deuda dineraria) termina por anular o esterilizar por entero la virtualidad y el funcionamiento de la deuda de valor[20].
2. Inflación y deudas de valor en el proceso civil y comercial.
Muchos de los problemas descriptos en los párrafos anteriores se replican y a veces se agravan cuando la existencia y la extensión de una obligación de valor son sometidas a debate en un proceso judicial.
Las obligaciones dinerarias litigiosas reciben el impacto de la depreciación de manera directa y los operadores poco pueden hacer en el ámbito del proceso para mantener su valor real: sin posibilidad de repotenciar, la intangibilidad de ese crédito dependerá en última instancia de la aptitud que tenga el interés moratorio —pactado, legal o judicial— para mantener su capacidad de compra y de la celeridad con la que el pleito llegue a su fin.
Las obligaciones de valor, en principio, brindan un mayor abanico de posibilidades para afrontar el problema. Como categoría teórica (y desde la sanción del nuevo Código unificado, también como categoría normativa), la deuda de valor se ha transformado en la herramienta principal con la que los operadores ha intentado —y continúan intentando— mantener el valor económico de la prestación debatida. Una herramienta cuyo uso se ha expandido a la misma velocidad que se intensificó el problema de la inflación, ampliando los supuestos de aplicación (indemnizaciones, alimentos, medianería, colaciones, etcétera) y rediseñando mecanismos para cuantificar valores en las distintas etapas del proceso (intentando que, en lo posible, sean lo más cercanas al momento del efectivo pago).
Pero el éxito que ha tenido esta práctica ha sido muy limitado. Encuadrar un crédito como de valor y no meramente dinerario no constituye una estrategia infranqueable frente al flagelo inflacionario y, por esmerados que sean los esfuerzos de los abogados y jueces, no puede funcionar como un escudo que asegure la intangibilidad del valor debatido durante todo el tiempo que conlleva el juicio.
En alguna etapa del pleito la valía o el quid reclamado por el actor debe ser cuantificado en términos monetarios: en algún momento hay que indagar cuántas unidades monetarias permiten al acreedor procurarse el valor que reclama (cuánto cuesta la reparación del rodado dañado, cuánto sale la terapia que debe realizar para superar la lesión psicológica que padece, a cuánto ascienden los honorarios de la cirugía a la que debe someterse, cuánto cuestan las prestaciones alimentarias reclamadas, cuánto dinero representa el valor de la medianera a la fecha de mora, etcétera.). Esa monetización de la utilidad termina siendo una parte central de la materia controvertida y es allí donde recaen los esfuerzos probatorios del reclamante. Y salvo situaciones excepcionales que implican alterar el sistema preclusivo y el regular desarrollo de las etapas del proceso (alegación, prueba, decisión y ejecución), la oportunidad para indagar esa cuantificación es la etapa de probatoria y, eventualmente, la decisoria. Es el juez, con fundamento en algún elemento de convicción o sobre la base de sus propias estimaciones (art. 165 del CPCCBA), quien cuantifica y “traduce en dinero” el valor pretendido por el actor.
Ello significa que la noción de deuda de valor garantiza la intangibilidad del crédito durante el tiempo que insume una parte del pleito, principalmente la etapa de postulación y de prueba. Pero la utilidad que constituye “la cosa demandada” difícilmente puede mantenerse en ese formato más allá de la etapa de decisión en el contexto normativo actual: la conversión que regula el art. 772 del Código Civil y Comercial ha de operar en la sentencia definitiva —así ocurre en la práctica y se ha propuesto en forma unánime en las Jornadas Nacionales de Derecho Civil de Bahía Blanca en el 2015[21]— por lo que la condena implica indefectiblemente una obligación de dar sumas de dinero que en la actualidad, y a diferencia de lo que ocurría en el período 1975-1991, resulta insusceptible de ser repotenciada. Luego, sin posibilidad de recomponer el capital dinerario por medios explícitos, el crédito del actor (antes de valor, ahora de dar moneda) queda a merced del paso del tiempo que insume el tránsito por la etapa recursiva y ejecutoria (cuya extensión temporal en muchas ocasiones es mayor a la de las etapas de alegación y prueba). Hasta que ese pago no se verifique, sea voluntaria o compulsivamente, la cantidad de unidades monetarias fijadas en la condena tendrán cada vez menor poder adquisitivo.
En un contexto de indexación prohibida, condenas judiciales necesariamente dinerarias y en los que el pago siempre es posterior a la “conversión” (puesto que el pleito siempre presupone un deudor que no se reconoce como tal y que no quiere o no puede pagar), el último mecanismo disponible para mantener el valor del crédito termina siendo el interés moratorio que fije el juez, siempre que no hubiere tasa pactada o legal aplicable, como ocurre en la mayoría de los pleitos en los que se debaten responsabilidades civiles.
El interés por mora procura indemnizar al acreedor por el perjuicio derivado del pago tardío del capital, pero en épocas de aguda inflación este accesorio pasa a cumplir [o digamos mejor, los litigantes reclaman y los jueces le asignan] una función-finalidad que no le es propia: mantener el contenido económico del capital reconocido en sentencia.
Esta finalidad indexatoria indirecta se cumple con relativo éxito[22] en aquellas jurisdicciones en las que se adoptan tasas bancarias activas sobre la base de identificar el daño moratorio con el costo que absorbe el acreedor al acudir al crédito para suplir la ausencia de un dinero que estaba destinado al consumo de bienes y servicios. En cambio, rara vez —o nunca— se cumple en aquellas jurisdicciones en las que para un enorme conjunto de créditos en los que no resulta aplicable una tasa legal o una tasa pactada se adoptan tasas bancarias pasivas partiendo de la idea-ficción de que el pago tardío supone para el acreedor la pérdida de la renta de un capital que estaba destinado al ahorro. En la medida en que las tasas pasivas son inferiores a la inflación, el paso del tiempo termina por licuar el capital de condena. Este último es el caso de la Provincia de Buenos Aires merced a la histórica doctrina legal de la Suprema Corte dictada en la causa «Zgonc» (C.43.858 del 21/05/1991), mantenida en «Ponce» (C.101.774 del 21/10/2009) y reafirmada en «Cabrera» (Ac. 119.176 del 15/06/2016).
Parte del perjuicio que esta doctrina irroga en los créditos de los acreedores vencedores en juicio se veía irregularmente compensado con un mecanismo técnicamente defectuoso de liquidar los accesorios: hasta abril de 2018 la Suprema Corte bonaerense ordenaba que los intereses por mora sean liquidados desde el día en que se produce el perjuicio y hasta el efectivo pago sin distinguir si el rubro resarcitorio había sido cuantificado a valores actuales o históricos[23].
El error técnico de este tipo de modalidad era evidente dado que a un capital que ya había sido expresado a valores actuales (el crédito de valor del actor) se le superponía un accesorio por mora liquidado con base en una tasa que refleja el precio de un producto financiero que ya internaliza la depreciación monetaria (la tasa que paga el banco por captar el ahorro del público y afectarlo a plazo fijo). Esta distorsión, lógicamente, “beneficiaba” al accionante en perjuicio del demandado y funcionaba como un aliciente frente a la depreciación de su crédito y la ineptitud del accesorio de recomponer la valía de su capital.
Pero la Suprema Corte cambió de criterio en las causas “Vera” (C. 120.536 del 18/04/2018) y “Nidera S.A.” (C. 121.134, del 3/05/2018) en las que tomó cuenta de las objeciones que podía merecer esa modalidad de cálculo y dispuso que los intereses moratorios de rubros resarcitorios cuantificados a valores actuales deben liquidarse a una tasa pura del 6% anual desde el momento en el que se produce el perjuicio y hasta el momento tenido en cuenta para la evaluación de la deuda, y de allí en más la tasa judicial ordinaria que emerge de su doctrina legal (tasa pasiva más alta aplicable a depósitos a treinta días, conforme lo resuelto en “Cabrera…” Ac. 119.176 del 15/06/2016).
La posición de la Suprema Corte provincial en materia de intereses moratorios —combinada con una coyuntura inflacionaria crítica y una regulación nominalista que veda la repotenciación— deja al proceso civil y comercial en una situación de singular gravedad: si luego de operada la conversión del valor a un monto de dinero el accesorio por mora tampoco asegura la intangibilidad de la capacidad de compra de esas unidades monetarias, el proceso judicial indefectiblemente se convierte en un mecanismo para declarar derechos ya depreciados [durante la etapa de alegación y prueba] o a depreciarse [en etapa recursiva y de ejecución].
El paso del tiempo que insume el litigio en la provincia de Buenos Aires licúa la deuda reconocida en sentencia y le procura al demandado vencido un beneficio económico indisimulable. Más aún, se trata de un proceso que construye incentivos de comportamiento que derivan en resultados indeseados: el deudor —demandado o a ser demandado en juicio— tendrá sobrados motivos para no pagar o para pagar lo más tarde que sea posible sin arribar a instancias liquidativas[24], y ello con independencia de las chances de éxito de la pretensión que le toca resistir (o dicho mejor, con independencia de cuál sea su expectativa sobre el resultado final de la demanda de su contraparte). Y si se trata de un deudor solvente —por caso, una compañía de seguros o una entidad financiera— no solo se beneficia con la disminución del valor real de la condena, sino que además podrá utilizar el dinero que le debe al acreedor y que retiene en su poder para invertirlo en otra operación redituable hasta que sea compelido a pagar, artilugio que algún tribunal calificó como un «mecanismo de financiación por vía judicial»[25].
3. ¿Cómo se adapta el proceso a las crisis monetarias?
La inflación genera desorden, decía Atilio Alterini refiriéndose a las políticas económicas que diseñaron los gobiernos para combatir el flagelo en el siglo XX[26]. Lo mismo cabe decir sobre el proceso judicial: la inflación desordena los litigios en los que el dinero es, en la vasta mayoría de los casos, la unidad de cuenta con la que se cuantifican y debaten las pretensiones del reclamante y es también la expresión final de una demanda exitosa que ha sido admitida por el juez.
La inflación altera el modo de reclamar un derecho, de resistir una demanda, de probar hechos pasados, de decidir el alcance y modalidad de la relación jurídica debatida, de recurrir las sentencias y de ejecutar las condenas. El proceso necesita tiempo y el tiempo en épocas de inestabilidad tiene un doble rostro: por un lado, es el insumo necesario que en su razonable y óptima medida permite transitar las etapas que garantizan el respeto de derechos fundamentales de las partes (alegar, resistir, probar, controlar, recurrir, ejecutar, etc.). Pero, por otro lado, el paso del tiempo lleva a que la depreciación de la moneda altere el contenido económico de aquello que es objeto de debate. El dinero es como un helado puesto al sol y el proceso judicial es un método de debate que no puede llevarse a cabo a la sombra.
La falta de mecanismos tendientes a mantener el valor de la prestación implicada en el debate —esto es, el valor de lo reclamado por el actor, de lo controvertido por el demandado e incluso de lo decidido por el juez— frustra uno de los principales objetivos del proceso judicial: arribar a una solución pacífica, justa y equitativadel diferendo de conformidad con los hechos que han sido tenidos por acreditados y el derecho que resulte aplicable.
No parece posible que una decisión jurisdiccional pueda abastecer tales exigencias de justicia si al actor se le reconoce una acreencia cuyo valor real, al momento de ser pagada compulsiva o voluntariamente por su deudor, es radicalmente más bajo que el que tenía antes de someterlo a litigio. Existe una contradicción insalvable en aquella sentencia que impone una solución que se supone justa, pero a la vez se desentiende del valor económico real y no meramente nominal que la condena tendrá al momento de su efectiva cancelación[27]. Tanto más cuando los créditos controvertidos se vinculan con el ejercicio de prerrogativas de orden constitucional (v.gr., reparación integral, derecho de un niño, niña o adolescente a recibir el alimento que le es debido, etcétera).
La inflación no solo expone las debilidades y las inconsistencias de los regímenes normativos de las obligaciones dinerarias y de valor (y los ya mencionados desfasajes entre la ley y la realidad que se pretende regular), sino que además pone de manifiesto las dificultades que afronta el proceso judicial para operar adecuadamente en épocas de crisis.
Evitar las injusticias que acarrea la depreciación de la moneda y los problemas prácticos de litigar en coyunturas inflacionarias ha sido el objetivo principal de la jurisprudencia bonaerense en los últimos diez años a la fecha. En un contexto normativo adverso que prohíbe la indexación monetaria y una doctrina legal que censura el uso de tasas bancarias activas para liquidar intereses moratorios, el esfuerzo se ha centrado casi exclusivamente en lograr sentencias útiles que reconozcan derechos no depreciados o que, una vez transformados en condenas dinerarias, no se licúen en instancias recursivas y ejecutorias.
Para lograr este objetivo, los tribunales han echado mano a herramientas que se ubican tanto en el campo de la interpretación del derecho sustancial como en el del derecho de forma. En el primer grupo cabe incluir al ya mencionado uso generalizado de la categoría de deuda de valor para encuadrar cada vez más tipos de créditos, a las interpretaciones restrictivas de la doctrina legal en materia de intereses moratorios en créditos alimentarios previo a la sanción del nuevo CCyC[28], a las declaraciones de inconstitucionalidad de la ley 23.928 en supuestos excepcionales en los que la veda de repotenciar obligaciones generaba resultados groseramente injustos[29], a las actualizaciones de límites fijados por autoridades de control en materia de seguros de responsabilidad civil[30], a las condenas expresadas en jus arancelarios[31], a la modificación o eliminación de plenarios departamentales en los que se establecían topes fijos a tasas de interés moratorios y compensatorios y que habían sido dictados en épocas de estabilidad monetaria[32], a la aplicación de daño punitivo a proveedores de bienes y servicios por litigar innecesariamente con el indisimulable fin de licuar su deuda[33], etcétera.
En el segundo grupo cabe incluir a aquellas herramientas que operan “puertas adentro” en el proceso: prácticas que involucran reglas, principios e institutos propios del derecho procesal. Aquí no solo ha jugado un rol fundamental el diseño de sistemas tendientes a reducir el tiempo que insumen los litigios, incluyendo al valioso Proyecto de Implementación de la Oralidad en los Procesos Civiles[34], los sistemas de presentación electrónica de escritos, la digitalización de expedientes[35] y los mecanismos de notificación electrónica[36], sino que también han sido relevantes los esfuerzos de los operadores en amoldar una estructura de debate en principio rígida e inflexible (edificada sobre la base del principio dispositivo, de congruencia y preclusión) y tornarla operativa en contextos de inestabilidad que alteran constantemente el valor económico del crédito reclamado.
El debate de créditos de valor conlleva un sinfín de ajustes en términos de: a) postulación: cómo reclamar una deuda de valor; cómo cuantificarla en términos monetarios para abastecer cargas legales; b) debate: cómo controvertir este tipo de créditos, cómo resguardar el derecho de defensa; c) prueba: cómo acreditar la extensión y cuantificación de un valor, en qué momento procesal hacerlo, y d) decisión: cómo admitir un crédito de valor y una cuantificación que nominalmente superará al monto histórico controvertido.
Este último punto es, tal vez, el más problemático y sobre él nos detendremos en este trabajo.
La operatividad de las obligaciones de valor muy frecuentemente colisiona con [y puede verse frustrado por] los límites jurisdiccionales que emergen de un postulado procesal fundamental que forma parte de los cimientos del litigio civil clásico: el principio de congruencia. La ley procesal exige una estricta conformidad entre lo que se reclama y lo que el juez reconoce en sentencia. De ello se sigue que el debate de créditos de valor presupone aquello que la congruencia repudia: previsibles diferencias nominales (e incluso reales) entre la expresión monetaria del quid reclamado al inicio del pleito (un guarismo que, lógicamente, se depreciará con el tiempo) y el monto final de condena determinado por parámetros actuales o lo más actuales que sea posible (y queimplicará “más dinero” que aquél que se invocó en la etapa de postulación o que surgió de algún elemento de prueba).
¿Cómo superar esta aparente tensión entre reglas de fondo y de forma? ¿Cómo es posible legitimar soluciones jurisdiccionales que, al cuantificar valores, involucran montos mayores a los debatidos sin que ello implique resolver ultra petita? ¿De qué modo conciben los tribunales al principio de congruencia? ¿Cuál es el parámetro para escrutar si un fallo, al reconocer un crédito de valor, violó el principio de congruencia? ¿Puede hacerse algo más para evitar soluciones injustas que afecten sistemáticamente el crédito de aquellos que resultan vencedores en un pleito?
En los párrafos que siguen desarrollaremos algunas ideas que intentarán dar respuesta a estos interrogantes.
Analizaremos de qué modo el Código Procesal local permite reclamar créditos de valor y qué prácticas forenses acompañan esa operatoria. Haremos algunas precisiones sobre los vicios de congruencia que suelen involucrar a los créditos de valor y el modo —tal vez perfectible— en que los tribunales bonaerenses escrutan las decisiones judiciales a la hora de indagar si medió o no una decisión ultra petita.
Se presentará una mirada crítica a la doctrina legal de la Suprema Corte y a las prácticas que en forma casi unánime se desarrollan en la jurisprudencia bonaerense en las que se adoptan concepciones nominalistas de la congruencia para juzgar y decidir sobre tipos de obligaciones de obvia raíz valorista. Presentaremos una concepción alternativa y valorista para interpretar esta directriz y analizaremos cuáles son las consecuencias prácticas que ella genera (ello en un doble orden: como mecanismo para fijar límites cuantitativos en la potestad de decisión del juez y como criterio de cuantificación de los valores controvertidos).
Por último, brindaremos algunas reflexiones sobre modalidades alternativas de condena con las cuales se ha intentado minimizar el impacto desfavorable de la inflación en el valor económico del crédito controvertido. Nos referiremos puntualmente a las condenas en unidades arancelarias y a los diferimientos de la cuantificación del valor para la etapa de ejecución.
Sobre el final, presentaremos algunas conclusiones.
4. Principio de congruencia e inflación.
El Código Procesal Civil y Comercial bonaerense sigue la línea de la mayoría de las legislaciones modernas y adopta el principio de congruencia: una directiva procesal de raigambre constitucional[37] de la cual emerge una exigencia de estricta conformidad entre las pretensiones y defensas que las partes dedujeron en el juicio y la sentencia que pone fin al diferendo.
Las reglas que derivan de este principio están dirigidas al juez, limitando sus potestades jurisdiccionales de dos maneras. En un sentido positivo, la congruencia impone al magistrado el deber de juzgar todas y cada una de las pretensionesque hubieren sido dadas a su conocimiento y de las cuales el demandado tuvo posibilidad de defenderse (o sea, no puede omitir la consideración de una cuestión controvertida). En un sentido negativo, el juzgador no puede ir más allá de ese objeto de debate, resolviendo pretensiones o defensas que no hubieren sido invocadas por las partes o admitiéndolas en una extensión mayor a la que fueron postuladas. De ello se sigue que se verificará un vicio de congruencia en aquella sentencia en la que el juez omita decidir sobre alguna pretensión u oposición de las partes («citra petita»), falle sobre algún punto no sometido a su decisión («extra petita») o exceda cualitativa o cuantitativamente alguna de las pretensiones deducidas («ultra petita»).
La congruencia está íntimamente vinculada, por un lado, con el principio dispositivo, pauta en cuya virtud se le confía a las partes el estímulo de la función judicial y la aportación de los materiales sobre los cuales ha de versar la decisión del juez[38]. Son los justiciables y no el magistrado los que moldean la materia debatida (pretensiones y defensas) y la plataforma fáctica que constituye objeto de prueba en cuanto verse sobre hechos controvertidos por la contraria y que sean conducentes para dar solución al pleito[39]. Por el otro, la congruencia constituye una herramienta fundamental de tutela del derecho de defensa en juicio[40] e igualdad entre las partes (art. 34.5.c del CPCCBA).
La inflación no justifica aplicar de manera diferenciada o excepcional este principio. A nuestro modo de ver, la congruencia no es una directriz que admita una aplicación gradual o “flexibilizada”, puesto que su rigidez no es un defecto a ser enmendado, sino su mayor virtud a la hora de resguardar el derecho de defensa de las partes y limitar el poder de decisión de los jueces. Pero su aplicación en épocas de inestabilidad requiere algunas precisiones conceptuales, dado que una de las consecuencias más importantes de debatir en juicio una deuda de valor es que, de ser exitoso el reclamo, el juez reconoce en sentencia la utilidad pretendida por el actor y cuantifica esa valía en sumas de dinero —idealmente— debe ser idónea para satisfacer esa expectativa patrimonial, acudiendo para ello a referencias monetarias actuales y no meramente históricas, según cuáles sean los elementos de convicción que graviten en esa operación.
Eso significa que, mediando inflación, los montos de condena en la mayoría de los litigios suelen ser nominalmente más altos que aquellos que fueron invocados y controvertidos en la etapa postulatoria, circunstancia que motiva a indagar si la decisión contiene un vicio de congruencia (un fallo ultra petita) y si, consecuentemente, se han afectado los derechos de la contraparte. Una equívoca interpretación o aplicación de este principio puede transformarse en un obstáculo insuperable para debatir valores cuya representación monetaria es inconstante como consecuencia de la inestabilidad económica que altera el poder adquisitivo del dinero.
4.1. Congruencia y deudas de valor. El giro “lo que en más o en menos…”.
Al igual que otras legislaciones procesales, incluyendo la nacional, el Código de Procedimientos bonaerense contiene reglas procesales que posibilitandebatir créditos de valor y que también habilitan al juez, bajo ciertas condiciones y recaudos, a imponer condenas nominalmente más elevadas a los montos originalmente pretendidos sin afectar la congruencia(art. 34.4 y 163.6 del CPCCBA).
El artículo 330 del CPCCBA impone la carga al accionante de explicar con exactitud la cosa demandada (esto es, el contenido concreto de su pretensión; por caso, si pretende la indemnización por un daño injusto, el cobro de una deuda contractual, la restitución de un inmueble, etcétera) y le exige también precisar el monto reclamado, extremo que sólo puede ser omitido si le fuese imposible determinarlo por las circunstancias del caso o porque la estimación dependiera de elementos aún no definitivamente fijados. Esta carga resulta fundamental, pues la demanda es la referencia principal a partir de la cual se escrutará la sentencia en términos de congruencia para definir en qué medida el juez reconoce más, menos o algo distinto a lo pretendido por el actor.
El carácter genérico de la excepción que autoriza inobservar la regla del art. 330 (imposibilidad motivada por las «circunstancias del caso») y el peligro de reclamar una suma fija en épocas de depreciación monetaria han dado forma a una añeja práctica tribunalicia: en lugar de no consignar el límite cuantitativo del reclamo (aun cuando mediaren razones que justifiquen tal omisión) los litigantes prefieren aclarar que el monto que estiman en la demanda debe entenderse supeditado “a lo que en más o en menos resulte de las pruebas a producirse”.
La fórmula tiene escaso uso en el ámbito de las obligaciones de dinero dado que es poco probable que se le permita al actor argüir una dificultad para determinar su cuantía al inicio del pleito y será difícil —sino imposible— justificar el incumplimiento de la carga regulada en el anteúltimo párrafo del art. 330 del CPCCBA: si no lo hace, el juez (o el demandado, al oponer excepción de defecto legal) reclamará que cumpla aquella exigencia y se exprese, por caso, cuánto es el saldo de precio de compraventa que alega impago, o a cuánto asciende la suma total de cánones locativos que pretende cobrar, o cuánto es la deuda de tarjeta de crédito que se le imputa a la contraria, etcétera.
En cambio, la utilización de esta pequeña fórmula ha sido una valiosa herramienta para permitir las demandas de créditos de valor, posibilitándole al actor asignarle al monto propuesto un carácter meramente provisional y supeditar el contenido monetario definitivo de su crédito al resultado de una prueba aún no producida o incluso a una cuantificación realizada por el propio juez en ejercicio de la facultad que contempla el último apartado del art. 165 del CPCCBA. De ello se sigue que la expresión numérica que el actor postule en su demanda debe entenderse interina y mutable y no podrá ser considerada como una conversión definitiva del valor reclamado en una deuda dineraria en los términos del art. 772 del CCyC. Se demanda un valor y se debatirá un valor, con independencia de la cuantificación transitoria que se haga al solo efecto de expresar provisoriamente en dinero aquello que será objeto de controversia.
El giro permite, además, llevar a la práctica aquella interpretación jurisprudencial conforme la cual se autoriza a los jueces a cuantificar los daños —o, más genéricamente, cuantificar monetariamente los valores reclamados— al momento más cercano a la sentencia o incluso al efectivo pago, regla que no solo sirve para evaluar el estado actual del perjuicio invocado por el actor cuando se trata de reclamos indemnizatorios (daño que pudo agravarse o alterarse ínterin tramita el pleito), sino también para mensurar en guarismos actualizados y no meramente pretéritos cada uno de los rubros pretendidos[41]. Esta cuantificación actual de un valor que es objeto de reclamo no podría ser puesta en práctica, o al menos no en el modo que los tribunales conciben al postulado de congruencia, sino es acompañada de un mecanismo procesal que permita imponer condenas nominalmente más elevadas que los montos históricos volcados en la demanda (y que, además, permita hacerlo sin afectar el derecho de la contraparte).
4.2. Usos del giro: postergar la cuantificación vs. diferir la determinación de la extensión del crédito. Consecuencias de su omisión.
El uso de la fórmula “o lo que en más o en menos” puede operar de dos maneras, individual o conjuntamente, según cuál sea el objetivo del actor y el aspecto del reclamo que pretende sea supeditado a un parámetro o elemento de prueba aún no incorporado al pleito:
1) Para cuantificar el valor reclamado: el actor puede acudir a la expresión “en lo que en más o en menos…” para que la prueba a producirse sea el parámetro para determinar la cuantificación monetaria de un crédito cuya extensión y contenido ya conoce. Aquí el monto que el accionante describe en la demanda importa una descripción provisoria de la cantidad de unidades monetarias que, a ese momento, representan la valía o utilidad reclamada pero que progresivamente quedará desactualizada y será insuficiente a medida que el tiempo que insume el proceso afecte su poder adquisitivo.
Por ejemplo, Juan reclama a Pedro que le indemnice el costo de sustituir una pieza del automóvil que le dañó en un accidente. Pide que el demandado sea condenado a pagarle $5 “o lo que en más o en menos surja de la prueba a producirse” y luego, un año después, un perito mecánico corrobora que esa pieza cuesta $9 y tal es el valor que el juez recepta en su sentencia. Aquí el uso del giro permite que la prueba sea el mecanismo para verificar cuántas unidades monetarias representan el valor reclamado (la pieza del vehículo que se rompió y que debe ser sustituida). La diferencia —únicamente nominal— entre lo reclamado y lo receptado en el fallo obedece a la inflación: con el paso del tiempo son necesarias más unidades monetarias para adquirir el mismo producto[42] y la fórmula opera como mecanismo o válvula de escape para postergar al momento más cercano al pago la transformación del valor (lo reclamado) en una suma actualizada de dinero (lo que el deudor terminará abonando para satisfacer esa utilidad).
2) Para determinar la extensión del crédito: el actor también puede utilizar esta fórmula para que la extensión de su crédito pueda ser dilucidada con la prueba a producirse y, de ese modo, el monto consignado en la demanda sea entendido como una descripción provisoria de un valor reclamado que también ha sido presentado en forma provisoria. Es decir, en esta hipótesis la fórmula permite asignarle carácter provisorio a la descripción del valor pretendido, y no solo al monto dinerario que le permitiría procurárselo.
Si Juan le reclama a Pedro el costo de una terapia psicológica que considera que debe hacer para superar las consecuencias psíquicas causadas por el hecho dañoso, su reclamo de $10 “o en lo que en más o en menos…” tiene como propósito postergar a la etapa probatoria la determinación de la extensión del crédito de valor (que un experto dictamine cuál es la magnitud de la lesión psíquica, qué tipo de terapia necesita para superarla y durante cuánto tiempo debe hacerla; es decir, establecer la verdadera extensión del daño patrimonial sufrido); ello sin perjuicio de que ese mismo medio probatorio sea útil a los fines de cuantificar en dinero el daño sufrido (cuánto cuesta en dinero esa cantidad de sesiones que el perito entiende necesarias para lograr una cura o mejora en su estado).
Algunos tribunales han entendido que el actor solo puede supeditar su reclamo al resultado de la prueba —sea la extensión de su crédito, sea su cuantificación monetaria— en aquellos casos en los que ese diferimiento esté debidamente justificado; esto es, cuando el actor al demandar carece de algún elemento de conocimiento o verificación que le permita establecer con precisión el alcance de su reclamo (tal el caso en el que es menester una pericia médica para dilucidar un porcentaje de incapacidad o una pericia en ingeniería para verificar el costo de reparar una construcción, etcétera). Luego, no sería admisible que el accionante acuda a la fórmula cuando la cuantificación de su reclamo no depende de ningún elemento de prueba complementario, como puede ocurrir con el daño moral, supuesto en el cual —entienden algunos Tribunales— el actor sabe cuál es la dimensión de su sufrimiento y nada parece impedirle que establezca o al menos estime, al momento de presentar la demanda, cuánto dinero entiende que sería suficiente para indemnizar ese perjuicio[43].
La fórmula “o lo que en más o en menos…” constituye algo más que una simple práctica forense: los tribunales suelen asignan una importancia superlativa a esta locución y su omisión determina automáticamente una restricción al poder de decisión del juez y un parámetro para justipreciar a las sentencias en términos de incongruencia por exceso. Sin el uso de la fórmula, el magistrado no podrá apartarse del monto nominal consignado en la demanda sin importar si el crédito ha sido concebido como de valor y no de dar dinero.
Tal es el caso de la provincia de Buenos Aires en los que los jueces siguen la doctrina legal de la Suprema Corte que en un viejo precedente[44] —replicado hasta nuestros días— resolvió que: «[n]o media infracción legal aun cuando la sentencia otorgue una indemnización mayor a la reclamada en la demanda si en ésta quedó aquélla librada a lo que, «en más o en menos», resulte de la prueba». A la inversa, y como derivado lógico de esa premisa, incurrirá en un vicio de congruencia aquella decisión en la que se recepte un reclamo en un monto mayor al que fue pretendido y en el que el actor no supeditó su demanda al resultado de la prueba.
4.3. Congruencia de valores y congruencia de dinero.
La doctrina legal de la Suprema Corte y la vasta mayoría de los tribunales bonaerenses entienden que la congruencia de un fallo conlleva un escrutinio estrictamente dinerario entre lo que reclama el actor (o la que se desprende de la prueba a cuyo resultado se supeditó la pretensión) y la cantidad de unidades monetarias que el juez admite en la condena (incluso si ella deriva de su propia cuantificación en ejercicio de la facultad del art. 165 del CPCCBA). Es decir, la congruencia implica siempre una comparativa de sumas de dinero, con independencia del tipo de obligación sujeta a controversia (sea de dinero o de valor[45]).
Este modo de concebir y aplicar al postulado de la congruencia acarrea por lo menos dos problemas. El primero, sobre el que volveremos más adelante, es que los tribunales comparan sumas o cantidades de unidades monetarias sin reparar en que los montos cotejados son expresiones dinerarias vinculadas a épocas distintas y que, por ello, representan poderes adquisitivos diversos. En otras palabras, comparan cantidades nominales de dinero sin atender a su valor real (algo que, a nuestro modo de ver, se explica por el sesgo de la denominada “ilusión monetaria” y por el temor por incurrir en prácticas indexatorias vedadas por la ley y que genera declaraciones de nulidad fundadas en vicios que no son tales).
El segundo problema —sobre el que nos detendremos ahora— es que este encuadre no luce adecuado, o al menos podría merecer alguna objeción conceptual, cuando se trata de evaluar la congruencia de una sentencia que declara al actor acreedor de un crédito de valor. En esta hipótesis, y a diferencia de un reclamo estrictamente dinerario, el escrutinio debiera contemplar no solo un cotejo de las sumas dinerarias implicadas (en tanto cuantificación de una cierta utilidad debatida) sino también una comparativa entre el valor reclamado y el que reconoce el juez, con independencia de los montos que estimativa y provisoriamente fueron postulados en la etapa inicial. Es decir, la congruencia no puede reducirse comparar únicamente montos de dinero sino que debe distinguir si el problema de la decisión escrutada radica en el valor debatido (incongruencia de valores) o en la cuantificación monetaria de ese valor (incongruencia dineraria).
Si Juan le reclama a Pedro el daño emergente que supone no haber podido utilizar durante diez días su vehículo (la denominada privación de uso que se identifica con el costo de medios sustitutivos de movilidad), el juez incurrirá en un vicio de congruencia si reconoce las erogaciones que insumirían veinte días de transportes privados. En tal caso se admite un valor más extenso que aquel que expresa y voluntariamente el accionante pretendió en su demanda, con total independencia de cuál haya sido el monto dinerario estimado en esa oportunidad o el que luego se verificó en la etapa probatoria o decisoria (o incluso si la cuantificación efectuada por juez es inferior o igual a la descripta en la demanda). Aquí el vicio de la decisión radica en el quid adeudado: o, dicho mejor, en la diferencia injustificada entre lo reclamado (diez días de sustitución de transporte) y lo reconocido por el juez (un total de veinte días); es sobre aquélla pretensión y no sobre esta última que el demandado pudo defenderse. El giro “en lo que en más o en menos” podría evitar este problema únicamente cuando la prueba a producir hubiese sido necesaria para delimitar la extensión del valor pretendido (el segundo de los usos que mencionamos en párrafos precedentes: por caso, si Juan aún no reparó su rodado y condiciona la extensión temporal de su reclamo a la demora que el perito considere que insume la labor técnica cuyo costo reclama). En esa hipótesis, el juez afectaría la congruencia si reconoce una privación de uso temporalmente más extensa que el plazo que el experto consideró razonable para efectuar el arreglo.
Ahora consideremos otro supuesto: Juan reclama a Pedro el costo de reparación de su vehículo, que aún no pudo efectuar porque no tiene dinero. En la demanda estimó en $6 el precio de esa labor de acuerdo a un presupuesto que adjunta, no obstante supedita la cuantía “a lo que en más o en menos se desprenda de la prueba”. Si el perito mecánico señala que el costo de reparación equivale a $10 —a la fecha de la presentación del dictamen, tiempo después del inicio del pleito— y el juez reconoce en la sentencia una indemnización de $20, el vicio de la sentencia radicará no tanto en el valor controvertido (pues reconoce lo que se pidió: el costo de realizar una reparación que posee determinadas características técnicas) sino en la cuantificación o expresión monetaria de ese valor. De acuerdo a la interpretación general que los tribunales hacen del principio de congruencia, el juez habría actuado en exceso dado que se apartó de: 1) el valor más actual o más cercano a la sentencia que le permitia cuantificar el crédito pretendido y 2) las conclusiones que emergían del elemento de convicción a cuyo resultado el propio actor supeditó su reclamo.
El distingo entre congruencia de valores y congruencia de dinero (o de cuantificación) permite comprender con mayor precisión los distintos escenarios que subyacen en los fallos ultra petita en los que un tribunal superior le reprocha al inferior el exceso en los montos reconocidos en la condena, algo que ocurre con suma frecuencia en litigios que se desarrollan en épocas de inflación. En el esquema propuesto, y siempre ateniéndonos a la interpretación de la Suprema Corte que hemos transcripto más arriba, un vicio de congruencia por exceso al justipreciar un reclamo de valor puede ocurrir por cuatro razones:
i) el juez admitió un valor más amplio que el que expresamente reclamó el actor en su demanda (cuando no se usa el giro “lo que en más o en menos…” y éste hubiere sido necesario para delimitar la extensión del quid adeudado),
ii) el juez admitió un valor más amplio que el que se desprende de la prueba (aquella a la cual el mismo reclamante sujetó su pretensión mediante el giro “lo que en más o en menos…”),
iii) el juez declaró el mismo valor pretendido por el actor pero con una cuantificación dineraria mayor a la peticionada por el actor (cuando no se usa el giro “lo que en más o en menos…”),
iv) el juez declaró el mismo valor pretendido por el actor pero con una cuantificación dineraria mayor a la que emerge de la prueba producida (aquella a la cual el mismo reclamante sujetó su demanda).
4.4. El problema de la ilusión monetaria y el temor por la indexación: la concepción nominalista del principio de congruencia.
Dijimos en párrafos precedentes que los tribunales bonaerenses adoptan una concepción nominalista del principio de congruencia: para definir cuál es el límite cuantitativo que pesa sobre un juez al imponer una condena no solo se cotejan montos de dinero sino que se repara únicamente en su valor nominal, con total independencia de su valor real. Es decir, el contraste se efectúa única y exclusivamente en términos de cantidades de unidades monetarias, sin importar su poder adquisitivo, el tiempo en el que cada monto fue expresado y la inflación acumulada entre uno y otro momento del proceso (e.g., demanda, prueba y condena).
Este modelo de escrutinio suele fundarse en la definición clásica de la congruencia: la exigencia de perfecta conformidad entre lo reclamado y lo reconocido en el fallo o entre esto último y la prueba a cuyo resultado el actor condicionó su pretensión. Es una limitación a la potestad jurisdiccional en cuya virtud no puede darse más o algo mayor a lo que se pide en la demanda o se prueba en el trámite del pleito. La idea de «dar más» o «reconocer un crédito mayor» se interpreta en términos puramente cuantitativos: como sinónimo de «dar más dinero» o «reconocer un derecho a percibir más pesos».
Bajo esta óptica, el juez no podría reconocer una indemnización de $10.000 (por caso, el daño emergente consistente en el costo de una cirugía reparadora) si el actor reclamó $6.500 al iniciar el pleito y omitió supeditar su pretensión al resultado de la prueba. Si en cambio el actor hubiere utilizado la locución “en lo que en más o en menos…” no podría el magistrado reconocer un daño de $10.000 si de la prueba surge que la cirugía tiene un costo total de $7.400, aun cuando el dictamen se hubiere presentado dos años antes del fallo y la inflación acumulada hubiere alterado significativamente el poder adquisitivo del monto dinerario descripto por el experto. El juez resuelve ultra petita si para un determinado valor controvertido —en los ejemplos dados, un rubro resarcitorio— reconoce una crédito que contempla una mayor cantidad de dinero que la reclamada (si no se usó la fórmula) o que la que emerge de la prueba (si a ella se supeditó el reclamo).
Esta forma de concebir a la congruencia puede merecer algunas objeciones.
El cotejo exclusivamente nominal de montos dinerarios expresados en épocas diversas conlleva una comparación de cuyo resultado ninguna conclusión útil se puede extraer, al menos en términos económicos: no parece ser de interés si un número es mayor o menor que otro o si una cantidad de dinero es mayor o menor que otra, sino que lo relevante es si el valor económico de un monto de dinero es menor, igual o mayor que el valor económico de otra suma dineraria (algo para lo que, necesariamente, hay que reparar en la época en la que esas sumas fueron expresadas y el poder adquisitivo de las cantidades cotejadas). De así no hacerlo, se distorsiona la función-finalidad más importante del principio de congruencia: establecer el límite de decisión del poder jurisdiccional que sea necesario para resguardar el derecho de defensa del pretenso deudor (vedando el reconocimiento de un derecho cuya extensión no pudo controvertir).
La relación entre el fin (proteger el derecho de defensa de la demandada) y el medio empleado (limitar el poder de decisión del juez) se altera inútilmente al calificar de ultra petita a una condena por el solo hecho de superar nominalmente al monto controvertido o acreditado. Esta última circunstancia nada nos dice en términos de justicia (no significa que se le ha reconocido un derecho mayor al actor; es más, aun cuantificado a valores actuales probablemente siga siendo un crédito devaluado por el paso del tiempo) y tampoco nos dice nada en términos de afectación a un derecho fundamental de la demandada puesto que ninguna potestad de defensa se vio alterada ni el resultado de condena importa algo distinto o mayor, en términos reales, a aquello respecto de lo cual el accionado esgrimió sus defensas. La razón por la que no hay violación al derecho de defensa es simple: tanto para el acreedor que triunfa, como para el deudor condenado, el dinero cumple la misma función y su valor no depende solo de su cantidad sino de su aptitud para comprar bienes en el mercado.
Elo significa que concebir a la congruencia en términos puramente monetarios y nominales genera decisiones de instancias recursivas que revocan las de tribunales inferiores so pretexto de vicios que suelen no ser tales: «excesos» en condenas que resultan ficticios y que, con solo cotejar el valor real de los montos implicados (esto es, sopesando el poder adquisitivo de la suma dada «en demasía»), se advierte que el actor está obteniendo menos —usualmente, mucho menos— de lo que reclamó y sometió a debate.
El nominalismo en la aplicación de la congruencia genera además que la conversión de deuda de valor en deuda dineraria no opere en la sentencia de condena por imperio del art. 772 del CCyC, sino que —en la práctica termina— por efectivizarse en la etapa postulatoria (en la demanda, si el actor por algún motivo omitió utilizar la locución) o en algún momento de la etapa probatoria, instancia en la que se incorpora al expediente el elemento de convicción a partir del cual el juzgador cuantifica la utilidad controvertida (si el reclamante hubiere utilizado el giro). El problema que acarrea esta modalidad se replica en la inmensa mayoría de los pleitos que actualmente tramitan en la justicia bonaerense y que, conjugados con la ya mencionada doctrina legal en materia de intereses moratorios, siguen un esquema muy similar al que sigue:
Juan le reclama a Pedro el arreglo de un paragolpes dañado en un accidente de tránsito. Pedro niega su responsabilidad y Juan decide reclamar judicialmente. Mientras que al día del hecho el paragolpes salía $5, al momento de demandar ya cuesta $8. Juan reclama $8 “o en lo que en más o en menos surja de la prueba”. Para cuando Pedro responde la demanda el dispositivo sale $11 y cuando un perito dictamina sobre el costo de la reparación ya vale $16. El juez dicta sentencia y declara la obligación de Pedro de pagarle a Juan el valor actual del paragolpes por lo que lo condena a entregarle $16 [último precio corroborado en la etapa probatoria y que, además, es la más cercana en el tiempo al fallo] pero a ese momento el paragolpes ya cuesta $19. Cuando la Cámara confirma la sentencia el dispositivo ya sale $21,50. La sentencia queda firme y en etapa de ejecución Pedro le paga $16 a Juan el mismo día que el paragolpes pasa a valer $24. Los intereses moratorios fijados por el juez no suman más de $4,50. Cuando el letrado de Juan logra retirar el dinero del expediente el paragolpes vale $29.
El ejemplo —más real que teórico— permite advertir que, aun cuando se acuda al giro “en lo que en más o en menos…” y consecuentemente se habilite la cuantificación a momento más cercano a la sentencia, la solución termina por generar resultados igualmente injustos y que solo parcialmente permiten evitar el problema que se intenta combatir mediante el uso de la noción de deuda de valor. La práctica nos muestra que, en épocas de aguda inflación, la cuantificación judicial suele hacerse sobre la base de un cierto elemento de convicción (v.gr. una pericia, un informe, etc.) del cual emerge un monto dinerario que al momento de la sentencia de primera instancia —y tanto más en instancias recursivas— ya está desactualizado con relación al hito temporal en el que esa prueba fue incorporada al proceso (en el ejemplo, la fecha de producción de la prueba ofrecida por el Juan para acreditar el costo de sustitución del paragolpes que le reclama a Pedro).
Ello significa que el actor es quien, merced a esta conversión anticipada del valor reclamado en dinero de condena, absorbe el costo de la inflación que conlleva el trámite de una parte de la etapa probatoria, la totalidad de la etapa decisoria (incluyendo la recursiva) y la eventual etapa final de ejecución. En la medida en que la tasa de interés moratoria no recompone el valor del capital de condena, la sentencia en la práctica tiende siempre a la sub-compensación del daño sufrido por el actor (o a la cuantificación deficiente de la utilidad reclamada, cualquiera ella sea si no se tratase de una indemnización). Un sencillo esquema muestra la evolución del precio de mercado del bien que Juan le reclama a Pedro y el paralelo desarrollo del pleito en el que ese crédito es objeto de controversia:

Aun cuando la extensión o la cuantificación del crédito hubiera sido supeditada por el actor a un elemento de convicción ulterior (por caso, una prueba) la conversión que regula el art. 772 del CCyC opera en una instancia todavía muy lejana al pago voluntario o compulsivo de la deuda. El actor asume el costo de la depreciación que se acumula entre la cuantificación (sea que opere en la prueba o en la propia sentencia) y las ulteriores instancias procesales previas a la cancelación (recursos ordinarios, extraordinarios y ejecución).
La concepción nominalista del principio de congruencia constituye una práctica procesal que se identifica con lo que los economistas llaman “la ilusión monetaria”: el sesgo o tendencia a evaluar y comparar créditos dinerarios reparando únicamente en su valor nominal (esto es, la cantidad de unidades monetarias implicadas) y sin considerar su valor real (es decir, el poder adquisitivo de las sumas de dinero).
Este fenómeno se acompasa con el temor de los operadores a considerar que cualquier mecanismo o razonamiento que implique expresar en valores actuales una suma dineraria pretérita conlleva una violación a las leyes que prohíben repotenciar obligaciones dinerarias. El temor es infundado por una razón basilar: el principio de congruencia es una directriz a partir de la cual se determinan fronteras cuantitativas que restringe la potestad de decisión de un juez en un caso determinado. No implican una decisión de mérito sobre el contenido económico de un crédito de dar sumas de dinero (art. 7 y 10 de la Ley 23.928).
4.5. Repensar la congruencia: una concepción valorista compatible con el tipo de obligación controvertida.
Algunos de los problemas enunciados en párrafos anteriores pueden superarse si se adopta una concepción valorista del principio de congruencia.
Para el enfoque nominalista el juez dicta un fallo ultra petita allí donde da más o reconoce un crédito más amplio que el que fuera objeto de reclamo. Los giros «dar más» o «reconocer un crédito mayor» se interpretan en la jurisprudencia virtualmente unánime de la provincia de Buenos Aires en términos puramente nominales, como sinónimo de «dar más unidades monetarias» o «reconocer un derecho a percibir más cantidad de dinero».
Distinto es el enfoque valorista: el adjetivo “mayor” o el adverbio comparativo “más” se utilizan para designar a una entidad en la que una cierta propiedad o cualidad se verifica en un nivel o cantidad superior en comparación con otra. Pero esa propiedad no es la cantidad de dinero comparado (valor nominal) sino el poder de compra que tiene (valor real).
De ello se sigue que, para una concepción valorista del principio de la congruencia, el juez no puede desentenderse de la capacidad de compra de los montos de dinero que somete a contraste y ello, necesariamente, lleva a considerar muy especialmente la época en la que se expresan las sumas comparadas. Es decir, el cotejo entre lo reclamado [o lo probado] y lo reconocido en sentencia debe atender al valor real de los montos escrutados con independencia de su valor nominal; o, aún más llanamente, debe contrastar el poder adquisitivo o la capacidad de compra de los montos dinerarios confrontados. El juez no debe preguntarse si $100 es más que $80. Debe indagar si los $100 de hoy —al momento de dictar sentencia— valen más que los $80 de ayer, al momento de demandar o al producirse la prueba a cuyo resultado el actor supeditó su reclamo.
Imaginemos el siguiente caso: un juez dicta sentencia en mayo de 2019 y reconoce un crédito indemnizatorio de $100.000 por daño patrimonial cuando en la demanda el actor había reclamado $80.000 en febrero de 2017. Restringiendo el análisis a la congruencia de cuantificación, ¿hay allí una decisión ultra petita?:
a) Quien adopte una concepción nominalista del principio de congruencia dirá que sí: si no se utilizó el giro “en lo que en más o en menos…” o alguna fórmula semejante, encontrará en los $80.000 el límite máximo de la potestad de decisión del juez. Dirá entonces que hay decisión ultra petita en la medida en que se reconoce “más” o “un monto mayor” que lo pedido por el accionante.
b) Aquel que adopte una concepción valorista del principio de congruencia responderá en forma negativa. Advertirá que los $80.000 en enero de 2017 tenían un poder adquisitivo de bienes y servicios mucho mayor a los $100.000 de mayo de 2019. A la inversa, no podrá afirmar que los $80.000 de ayer “valen menos” que los $100.000 de hoy. Según la evolución del IPC-GBA, hubieran sido necesarios $175.064 en mayo de 2019 para equiparar el poder adquisitivo de los $80.000 reclamados en enero de 2017[46]. En otras palabras, aun cuando se hubiera omitido el uso de la locución “en lo que en más o en menos…” la solución es la misma: el actor recibió bastante menos de lo que había reclamado pues ese dinero, a diferencia del originalmente peticionado, le permite adquirir una menor cantidad de bienes y servicios (más precisamente, recibió una suma dineraria cuyo poder adquisitivo es un 43% menor al del monto originalmente pretendido; en esa misma medida el deudor se benefició con la licuación de su deuda).
La concepción valorista interpreta a la congruencia como un juicio intertemporal que supone una comparación efectuada en un tiempo presente pero que implica cotejar montos dinerarios pretéritos, a cuyo fin deben actualizarse —entendiendo a la palabra no como repotenciación o indexación de una obligación dineraria sino en el sentido de expresar en valores presentes la cuantificación pasada de una cierta valía— todas las sumas contrastadas: la que reclamó definitiva o provisoriamente el actor en su demanda, la que emerge de la prueba producida e incluso la que el juez fija en la condena.
La adopción de una concepción nominalista de la congruencia acarrea una inconsistencia conceptual entre la operatoria de un instituto de derecho común y uno de derecho procesal: no parece razonable adoptar una mirada nominalista para establecer los límites a la potestad de decisión del juez al decidir sobre créditos de indisimulable naturaleza valorista. Al permitir el debate de este tipo de obligaciones se admite que el dinero no sea el objeto adeudado sino solo el mecanismo de pago (pues, recordemos, lo debido es el valor y no la suma de dinero). Es menester entonces que los límites jurisdiccionales que emergen del principio de congruencia respondan a ese esquema conceptual y brinden un marco de libertad para que, sin alterar el derecho de defensa de la contraria, sean permeables a la volubilidad no solo del valor controvertido [provisoriamente cuantificado en demanda] sino también al poder adquisitivo del dinero con el que se lo cuantifica en etapas procesales ulteriores [v.gr. la de prueba o la propia sentencia, si se ejerció la facultad del art. 165 del CPCCBA].
La concepción nominalista del principio de congruencia constituye una práctica procesal que se identifica con lo que los economistas llaman “la ilusión monetaria”: el sesgo o tendencia a evaluar y comparar créditos dinerarios reparando únicamente en su valor nominal (esto es, la cantidad de unidades monetarias implicadas) y sin considerar su valor real (es decir, el poder adquisitivo de las sumas de dinero).
Este fenómeno se acompasa con el temor de los operadores a considerar que cualquier mecanismo o razonamiento que implique expresar en valores actuales una suma dineraria pretérita conlleva una violación a las leyes que prohíben repotenciar obligaciones dinerarias. El temor es infundado por una razón basilar: el principio de congruencia es una directriz a partir de la cual se determinan fronteras cuantitativas que restringe la potestad de decisión de un juez en un caso determinado. No implican una decisión de mérito sobre el contenido económico de un crédito de dar sumas de dinero (art. 7 y 10 de la Ley 23.928).
4.5. Repensar la congruencia: una concepción valorista compatible con el tipo de obligación controvertida.
Algunos de los problemas enunciados en párrafos anteriores pueden superarse si se adopta una concepción valorista del principio de congruencia.
Para el enfoque nominalista el juez dicta un fallo ultra petita allí donde da más o reconoce un crédito más amplio que el que fuera objeto de reclamo. Los giros «dar más» o «reconocer un crédito mayor» se interpretan en la jurisprudencia virtualmente unánime de la provincia de Buenos Aires en términos puramente nominales, como sinónimo de «dar más unidades monetarias» o «reconocer un derecho a percibir más cantidad de dinero».
Distinto es el enfoque valorista: el adjetivo “mayor” o el adverbio comparativo “más” se utilizan para designar a una entidad en la que una cierta propiedad o cualidad se verifica en un nivel o cantidad superior en comparación con otra. Pero esa propiedad no es la cantidad de dinero comparado (valor nominal) sino el poder de compra que tiene (valor real).
De ello se sigue que, para una concepción valorista del principio de la congruencia, el juez no puede desentenderse de la capacidad de compra de los montos de dinero que somete a contraste y ello, necesariamente, lleva a considerar muy especialmente la época en la que se expresan las sumas comparadas. Es decir, el cotejo entre lo reclamado [o lo probado] y lo reconocido en sentencia debe atender al valor real de los montos escrutados con independencia de su valor nominal; o, aún más llanamente, debe contrastar el poder adquisitivo o la capacidad de compra de los montos dinerarios confrontados. El juez no debe preguntarse si $100 es más que $80. Debe indagar si los $100 de hoy —al momento de dictar sentencia— valen más que los $80 de ayer, al momento de demandar o al producirse la prueba a cuyo resultado el actor supeditó su reclamo.
Imaginemos el siguiente caso: un juez dicta sentencia en mayo de 2019 y reconoce un crédito indemnizatorio de $100.000 por daño patrimonial cuando en la demanda el actor había reclamado $80.000 en febrero de 2017. Restringiendo el análisis a la congruencia de cuantificación, ¿hay allí una decisión ultra petita?:
a) Quien adopte una concepción nominalista del principio de congruencia dirá que sí: si no se utilizó el giro “en lo que en más o en menos…” o alguna fórmula semejante, encontrará en los $80.000 el límite máximo de la potestad de decisión del juez. Dirá entonces que hay decisión ultra petita en la medida en que se reconoce “más” o “un monto mayor” que lo pedido por el accionante.
b) Aquel que adopte una concepción valorista del principio de congruencia responderá en forma negativa. Advertirá que los $80.000 en enero de 2017 tenían un poder adquisitivo de bienes y servicios mucho mayor a los $100.000 de mayo de 2019. A la inversa, no podrá afirmar que los $80.000 de ayer “valen menos” que los $100.000 de hoy. Según la evolución del IPC-GBA, hubieran sido necesarios $175.064 en mayo de 2019 para equiparar el poder adquisitivo de los $80.000 reclamados en enero de 2017[46]. En otras palabras, aun cuando se hubiera omitido el uso de la locución “en lo que en más o en menos…” la solución es la misma: el actor recibió bastante menos de lo que había reclamado pues ese dinero, a diferencia del originalmente peticionado, le permite adquirir una menor cantidad de bienes y servicios (más precisamente, recibió una suma dineraria cuyo poder adquisitivo es un 43% menor al del monto originalmente pretendido; en esa misma medida el deudor se benefició con la licuación de su deuda).
La concepción valorista interpreta a la congruencia como un juicio intertemporal que supone una comparación efectuada en un tiempo presente pero que implica cotejar montos dinerarios pretéritos, a cuyo fin deben actualizarse —entendiendo a la palabra no como repotenciación o indexación de una obligación dineraria sino en el sentido de expresar en valores presentes la cuantificación pasada de una cierta valía— todas las sumas contrastadas: la que reclamó definitiva o provisoriamente el actor en su demanda, la que emerge de la prueba producida e incluso la que el juez fija en la condena.
La adopción de una concepción nominalista de la congruencia acarrea una inconsistencia conceptual entre la operatoria de un instituto de derecho común y uno de derecho procesal: no parece razonable adoptar una mirada nominalista para establecer los límites a la potestad de decisión del juez al decidir sobre créditos de indisimulable naturaleza valorista. Al permitir el debate de este tipo de obligaciones se admite que el dinero no sea el objeto adeudado sino solo el mecanismo de pago (pues, recordemos, lo debido es el valor y no la suma de dinero). Es menester entonces que los límites jurisdiccionales que emergen del principio de congruencia respondan a ese esquema conceptual y brinden un marco de libertad para que, sin alterar el derecho de defensa de la contraria, sean permeables a la volubilidad no solo del valor controvertido [provisoriamente cuantificado en demanda] sino también al poder adquisitivo del dinero con el que se lo cuantifica en etapas procesales ulteriores [v.gr. la de prueba o la propia sentencia, si se ejerció la facultad del art. 165 del CPCCBA].
4.6. Valorismo y actualización de cuantificaciones pasadas
La concepción valorista de la congruencia tiene repercusiones prácticas interesantes que no solo se vinculan con el modo de entender a los límites jurisdiccionales que establecen techoscuantitativos al determinar el contenido monetario de los valores debatidos (es decir, como modo de evitar nulidades por excesos que no son tales o imponer límites estériles que pretende proteger derechos que no corren riesgo de verse vulnerados). También genera una base conceptual para optimizar el modo en que se cuantifican esos valores y maximizar el provecho que el proceso puede tomar de este tipo de obligaciones.
Hemos mencionado el conflicto que se genera con la inflación acumulada entre la fecha de producción de la prueba a cuyo resultado se supeditó la cuantía reclamada (o la de la demanda, si no se usó el giro) y la sentencia que fija el quantum debeatur. Frente a este problema existen dos soluciones alternativas:
(1) la primera, si se hubiera utilizado el giro “en lo que en más o en menos…”, consiste en reeditar todos los medios probatorios de los cuales emergen pautas útiles para cuantificar los valores reclamados (pericias, informes, etc.) previo al dictado de cada una de las sentencias de mérito donde la cuestión sea objeto de juzgamiento.
(2) la segunda, habilitar la posibilidad de que el juez, sin reeditar toda o parte de la prueba, exprese a valores actuales la cuantificación monetaria contenida en un elemento de convicción ya incorporado al expediente. Es decir, que el magistrado pueda utilizar la cuantificación monetaria ya realizada en el pasado y en la que se determina el costo de mercado de un cierto bien o servicio que es la base del rubro pretendido (v.gr., un repuesto mecánico, un honorario para una terapia, una prótesis, etc.) y determinar cuántas unidades monetarias se necesitan en el presente para equiparar el poder adquisitivo de aquel monto dinerario pasado. Idéntica solución podría aplicarse si se trata de la suma histórica volcada en la demanda y en la que no se hubiera utilizado la locución “en lo que en más o en menos…”.
La primera opción es la menos controvertible en términos procesales y encuentra soporte normativo en la reglas que habilitan medidas para mejor proveer —de hecho, hay tribunales que han comenzado a utilizar esta práctica aun sin petición de parte[47]— y es además la más precisa a la hora de responder a la pregunta central: cuánto dinero es necesario para que el acreedor pueda procurarse el valor que le reclama al deudor. Sin embargo, es también la menos conveniente en términos de costos monetarios y temporales dado que conlleva la producción de dictámenes e informes ampliatorios que insumen tiempo y abultan las costas procesales[48]. Es, en definitiva, una solución contraria a la economía procesal: la inflación termina por anular la utilidad de actos procesales ya realizadosy genera la necesidad de hacerlos nuevamente (tantas veces como instancias de juzgamiento se efectúen en la etapa decisoria y recursiva).
La segunda alternativa es más sencilla pues importa una operación intelectual del juez y no insume tiempo ni costos complementarios. Forma parte de la tarea de justipreciar el valor controvertido. Tiene la virtud de evitar que el valor económico del actor no se diluya en el tiempo que transcurre desde la demanda (si no se usó la fórmula) o la producción de la prueba (si a ella fue supeditado el reclamo) y la sentencia de primera o segunda instancia, cualquiera sea la que contenga cuantificación final de la utilidad pretendida.
Idealmente, el índice a escoger para actualizar un monto dinerario desactualizado debe tener la aptitud de representar la evolución histórica del valor del bien originalmente tarifado (por el actor, por un perito, por aquel que emite un informe, etc.) y que se vincula con el crédito del accionante. Así, por caso, si se trata de una indemnización por daño emergente consistente en el costo de una prótesis fabricada en el extranjero, su valor de mercado seguramente estará atado al dólar norteamericano y será la evolución de ésta última divisa la que corresponderá utilizar para actualizar su cuantificación en pesos realizada en etapas procesales ya pasadas. Si el valor controvertido se vincula con una obra de construcción, podrá utilizarse un índice que refleje la evolución promedio del costo de la obra privada (e.g., ICC-GBA del INDEC). Si se trata del precio de un honorario profesional puede utilizarse la unidad arancelaria o el mínimo ético que regule su colegio profesional que corresponda. Finalmente, si resultare complejo hallar un parámetro o vincularlo con los bienes o servicios a que refiere el quid controvertido, puede acudirse a una solución genérica: utilizar el IPC de la región Gran Buenos Aires que contempla la evolución de los precios de los productos y servicios más representativos del gasto del conjunto de los hogares (y que expone, mejor que ningún otro, la pérdida del valor adquisitivo de la moneda en la que se expresará el quantum debeatur).
Así entonces, esquemáticamente, si no se usó la locución:

Y en caso de que se hubiere usado el giro:

Esta modalidad, no obstante, admite objeciones: este último paso no constituye técnicamente una cuantificación de un valor (algo que se logra con la alternativa 1) sino que supone la actualización de una cuantificación pasada. Es una operación matemáticamente diversa en la que no se indaga en forma directa cuántas unidades monetarias requiere el acreedor para procurarse el valor que reclama sino que se expresa en guarismos actuales una monetización ya efectuada, acudiendo para ello a un índice que —de nuevo: idealmente— sea representativo de la evolución de los precios de mercado que se relacionan con el quid pretendido (IPC, dólar, ICC, etc.). Trabajar con índices estadísticos puede resultar difícil para los operadores y exige cierta destreza en el rastreo de los datos y en el procedimiento de actualización. Se suma a ello la escasa fiabilidad técnica que tuvieron las estadísticas públicas en el período 2007-2015 y la ya mencionada imprecisión que puede acarrear el uso de índices que no se vinculan estrechamente con la naturaleza del valor debatido en el pleito (o que el parámetro escogido no refleje cambios en los precios relativos y el cálculo del valor presente de una cuantificación pasada se vea por ello afectado).
Desde una concepción valorista, la actualización de cuantificaciones pasadas no afecta el derecho de la contraparte ni supone incurrir en vicios ultra petita y tampoco implica incurrir en prácticas indexatorias, temor que —como vimos— explica la visión nominalista con la que se escrutan sentencias que en las que se reconocen créditos de valor.
Lo que el artículo 7 de la Ley 23.928 prohíbe es repotenciar obligaciones de dar dinero, veda que —como lo ha resuelto la propia Casación[49] y lo ha entendido la doctrina civilista— no rige en obligaciones de valor. Éstas últimas, a diferencia de aquellas, tienen por objeto a una prestación que no se vincula con el dinero sino con una valía, una expectativa patrimonial determinada que solo en última instancia será satisfecha mediante la entrega de una suma de dinero. Para ello es necesario liquidar el valor o convertirlo en un monto de unidades monetarias (necesariamente actual y nominalmente superior al vigente al momento del nacimiento del vínculo si media inflación), mecanismo que solo opera una única vez y, según lo entiende la doctrina mayoritaria, en la última decisión de mérito que se dicte en el proceso.
Es por ello que, a nuestro modo de ver, toda operación que se realice en el pleito previo a que opere la conversión que regula el art. 772 del CCyC y que esté dirigida a lograr la cuantificación actual del valor reclamado no constituirá una operación indexatoria de aquellas que prohíbe la Ley de Convertibilidad, aun cuando para ello se acuda a algún parámetro económico (el valor del dólar, el precio de un bien, un índice oficial, etcétera) para representar el valor actual una cuantificación pasada.
Si un perito le indica al juez que una terapia psicológica cuesta $1000 en un momento determinado, no está describiendo la prestación que es objeto de una obligación de dar dinero sometida a controversia sino que brinda elementos para comprender cuántas unidades monetarias debería pagarle el demandado al actor —en ese momento y no en otro futuro— si quisiere satisfacer el valor reclamado. No hay allí un hito de conversión en los términos del art. 772 del CCyC y la obligación de valor mantiene su naturaleza durante todo el contradictorio, hasta que se transforme en dineraria en la última sentencia definitiva que se expida sobre el punto (sea la de primera instancia, la de Cámara de Apelación o la de instancias extraordinarias si fuere el caso). Llevar a “valores actuales” la cuantificación contenida en una demanda o la que emerge de un elemento de convicción forma parte de la tarea de determinar el contenido económico del quid sometido a debate (y ello, según es aceptado por la propia SCBA[50], debe hacerse siempre a valores actuales o más cercanos a la sentencia).
La consecuencia más importante que sigue de adoptar una concepción valorista del principio de congruencia es que un reclamo puede no haber sido supeditado al resultado de la prueba e igualmente la sentencia puede reconocer un monto nominalmente mayor. La decisión no será objetable en términos de congruencia si la suma reconocida por el juez es igual o menor en términos reales almonto consignado en la demanda. Lo mismo cabe decir si se hubiere utilizado el giro “en lo que en más o en menos…” para supeditar a la prueba el quantum reclamado, en cuyo caso la sentencia podrá objetarse en términos de congruencia si y solo si el monto de condena supera el valor actual de la cuantificación que emerge de esa prueba.
La concepción valorista del principio de congruencia permite superar —no total, pero al menos parcialmente— el problema de la depreciación acumulada entre la época en la que el actor incorpora al expediente el elemento de convicción a cuyo resultado se condicionó el quantum y la sentencia definitiva que admite la suma dineraria que de ella emerge.
Por último, el enfoque propuesto permite reinterpretar la forma en que se aplica la doctrina legal de la Suprema Corte bonaerense en torno al uso de la locución “o lo que en más o en menos…”. Los cuatro escenarios que mencionamos en apartados precedentes, a la luz de la interpretación que hemos propuesto, quedan configurados de la siguiente manera:
a) el juez viola la congruencia — es decir, dicta un fallo ultra petita— si admite un valor más amplio que el que expresamente reclamó el actor en su demanda (cuando no se usa el giro “lo que en más o en menos…”),
b) el juez viola la congruencia —es decir, dicta un fallo ultra petita— si admite un valor más amplio que el que se desprende de la prueba (aquella a la cual el mismo reclamante sujetó su pretensión mediante el giro “lo que en más o en menos…” y la evidencia a producir fue razonablemente necesaria para conocer la extensión del derecho reclamado),
c) el juez viola la congruencia — es decir, dicta un fallo ultra petita— si declara el mismo valor pretendido por el actor pero con una cuantificación dineraria nominalmente mayor a la peticionada en la demanda (cuando no se usa el giro “lo que en más o en menos…”) si y solo si el monto de condena es superior a la representación actual de la suma de dinero reclamada,
d) el juez viola la congruencia — es decir, dicta un fallo ultra petita— si declara el mismo valor pretendido por el actor pero con una cuantificación dineraria nominalmente mayor a la que emerge de la prueba producida (aquella a la cual el mismo reclamante sujetó su demanda utilizando el giro “lo que en más o en menos…”) si y solo si el monto de condena es superior a la representación actual de la suma dineraria que surge de ese medio probatorio.
4.7. Posibles caminos alternativos: condenas en unidades arancelarias y conversión del valor en etapa de ejecución.
Al inicio del trabajo afirmamos que antes de la sanción de la Ley 23.928 la doctrina especializada entendía que la obligación de valor mantenía su naturaleza hasta el momento del pago, pues únicamente de ese modo podía cumplir la función-finalidad para la cual fue diseñada: que el valor económico del crédito no se vea alterado por la inflación[51].
El artículo 772 del Código Civil y Comercial se alejó de esa interpretación y reguló una deuda de valor que se convierte en dineraria cuando es cuantificada y expresada en una cierta cantidad de unidades monetarias. Nada dice la norma sobre el momento en el que se produce esa conversión (solo menciona genéricamente al que corresponda tomar en cuenta para evaluar la deuda) pero cualquier opción resultará problemática si opera antes del pago: hasta que la obligación no se cancela, el capital convertido en dinero es insusceptible de ser reajustado y queda expuesto a la depreciación del signo monetario. El problema es más grave en jurisdicciones como la bonaerense, en la que los intereses moratorios se liquidan mediante una combinación de tasas puras y tasas bancarias pasivas cuando no resulta aplicable una alícuota pactada o legal.
La doctrina y la jurisprudencia han entendido que la conversión de la deuda de valor opera en la sentencia definitiva, por lo que la condena judicial importa necesariamente una obligación de dar sumas de dinero que se rige por los arts. 765 y siguientes del CCyC y la prohibición regulada en el art. 7 de la Ley 23.928[52]. Razones prácticas —y en parte también normativas— dan fundamento a esa interpretación, aunque se trata de una regla general que admite excepciones. Seguidamente, haremos un brevísimo comentario a dos formatos de decisión que se apartan de ese modelo. Nos referiremos a: (1) condenas expresadas en una unidades arancelarias cuyo valor se actualiza periódicamente; es decir, condenas no dinerarias y (2) condenas que declaran el valor que constituye el objeto de la prestación pero que será liquidado en etapa de ejecución.
4.7.a. Condenas en jus arancelarios.
La Cámara Civil y Comercial de Trenque Lauquen utilizó en varias oportunidades la unidad arancelaria regulada por el artículo 9° del Decreto-Ley 8904/77 (actual 9° de la Ley 14967) para establecer condenas en juicios de responsabilidad civil. Sea de manera originaria (al revocar decisiones que rechazaban la demanda) o confirmando decisiones de primera instancia que admitían reclamos resarcitorios, el mecanismo utilizado o convalidado por el tribunal fue el mismo: cuantificar a valor histórico o actuallos montos pretendidos por la víctima, traducirlos en una determinada cantidad de jus (al valor vigente a la fecha del perjuicio o la del fallo, según el momento considerado para evaluar el daño) e imponer en esa medida y valor la condena. Es decir, el deudor condenado era obligado a abonar el equivalente en pesos de una determinada cantidad de jus arancelarios[53].
La opción escogida por el tribunal trenquelauquense es ingeniosa y se muestra como una herramienta efectiva para proteger el contenido económico del crédito del actor triunfante. La elección de la unidad no parece casual: el jus ha tenido amplio uso procesal por fuera del campo específico de las regulaciones de honorarios de abogados[54] y constituye el parámetro a partir del cual se determina el límite económico que condicionan el acceso a la instancia extraordinaria por vía de inaplicabilidad de ley y con el cual se calcula el monto del importe del depósito previo (art. 278 y 280 del CPCCBA). La modificación periódica del jus permite asegurar que el quantum debeatur se determinará solo al momento del pago y mediante referencias relativamente actualizadas. Cuando el demandado decide cancelar la deuda, se realiza una liquidación y se convierten las unidades debidas en un monto dinerario de conformidad con el valor vigente a ese momento.
El uso del jus puede, no obstante, merecer algunas críticas. Traducir a una unidad arancelaria una cuantificación monetaria de un valor es una operación que se identifica con aquellas que prohíbe la Ley 23.928; es difícil argumentar lo contrario. El mecanismo de corrección no se utiliza antes de la conversión del crédito de valor en dinerario (es decir, como parte integrante de la cuantificación judicial de la valía pretendida por el reclamante, como vimos en acápites precedentes al utilizar índices o parámetros económicos para traducir valores pretéritos a sumas actuales sin afectar la congruencia ni incurrir en prácticas indexatorias vedadas por ley) sino que está operando después de esa conversión, lo que significa que, a la luz del art. 772 del CCyC, el crédito ya se ha convertido a dinerario y no puede ser reajustado por vía de referencias actualizables (un índice, una unidad arancelaria o cualquier otra).
Hace más de cuarenta y cinco años, y también en coyunturas inflacionarias, Morello distinguía «la revisión del daño resarcible» del problema de la «revalorización del contenido de la condena». La primera operación versa sobre la cuantificación de un valor en la sentencia, en tanto que la segunda refiere a un problema bien distinto: la aplicación de mecanismos para reajustar la condena al momento del efectivo pago luego del tránsito de las instancias recursivas. A diferencia de aquellos tiempos, este último sistema no es hoy posible merced al estricto nominalismo que subsiste en la Ley 23.928 para las obligaciones dinerarias[55] y el sistema de conversión de deuda de valor que contempla el art. 772 del CCyC.
También es objetable la unidad escogida para cuantificar y actualizar la expresión monetaria de los valores controvertidos. Es cierto que, a partir de la reforma de las Leyes 14.141 y 14.365, el jus arancelarioes la unidad de cuenta que ha reemplazado al peso en la legislación procesal bonaerense. Pero tales usos difieren a los pretendidos por la Cámara en el ámbito de los litigios de créditos de valor. La evolución de los salarios de los magistrados bonaerenses (dato a partir del cual se define periódicamente la cuantía del jus) no acompaña de manera lineal a la inflación y no necesariamente es representativa de la pérdida del poder adquisitivo de la moneda ni tampoco, llegado el caso, de la evolución de los precios de mercado de los distintos bienes sobre los que recae la valía controvertida en cada parcela resarcitoria (salvo, claro, que se juzgue un valor vinculado a un trabajo profesional letrado). Ello genera una previsible distorsión entre el valor originalmente reclamado, el precio de los bienes y servicios que refieran a esa utilidad y el quantum o suma dineraria final que deba abonar el deudor una vez liquidado con base en ese mecanismo de corrección[56].
Por último, el jus arancelario liquidable al momento del pago resulta incompatible con la aplicación de tasas bancarias desde la época de la producción del daño. El tribunal incurre aquí en la práctica que la SCBA reprocharía en las causas “Vera” (C. 120.536 del 18/04/2018) y “Nidera S.A.” (C. 121.134, del 3/05/2018) aunque con un agravante: la etapa recursiva y de ejecución también devenga intereses a favor del actor a tasas elevadas sobre un capital ya repotenciado, acrecentando la injusticia que genera la superposición de dos mecanismos de corrección (la unidad arancelaria y el interés moratorio).
Desde el punto de vista de la congruencia, la solución también es problemática. Bajo una mirada nominalista como la que asume el tribunal, el giro «en lo que en más o en menos» flexibiliza los techos cuantitativos que pesan sobre el juzgador al establecer el resultado final de condena (de hecho, así lo argumenta en los distintos fallos en los que acude a esta modalidad) y el uso del jus parece legitimado cualquiera sea el resultado final que genere en términos de cantidad de dinero una vez operada la conversión. Pero desde una óptica valorista, esa elasticidad nominal solo puede hallarse en el procedimiento de cuantificación del valor, pero no tiene la aptitud legitimar la volubilidad del quantum en instancias posteriores a la condena (o posteriores al momento en el que el valor cuantificado se traduce en la unidad arancelaria); al menos no parece compatible con la regulación contenida en el art. 772 del CCyC. Definido de manera definitiva el monto dinerario debido, la aplicación de mecanismos de reajuste no solo conlleva la violación a normas de orden público económico[57] (arts. 7 y 10 de la Ley 23.928) sino también una modificación indebida del valor del capital generada por la imperfección del módulo de corrección utilizado.
En suma, la condena en unidades arancelarias repotenciables es una opción eficaz en términos de protección del valor económico del capital. Sin embargo, más allá de las virtudes y defectos del parámetro escogido como mecanismo de corrección, no se presenta como una modalidad compatible con la legislación actual (art. 7 de la Ley 23.928 y 772 del CCyC). Así lo entendió la Suprema Corte bonaerense al revocar las decisiones de la Cámara trenquelauquense en las que se siguió este formato de decisión[58].
4.7.b. Cuantificar un valor en etapa de ejecución.
En 1992 la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires resolvió el caso “Coop. Ltda. Cons. Elec. y Serv. San Blas contra Foster, Manuel. Cobro de pesos” (Ac.44415 del 25/02/1992) en el que se cuestionaba la validez de una sentencia de la Sala Segunda de la Cámara de Bahía Blanca que había hecho lugar a una demanda cobro de pesos pero, ante la imposibilidad de cuantificar el crédito, difirió su determinación a un juicio sumario posterior. La modalidad de condena fue cuestionada por la demandada por no contener una decisión expresa, positiva y precisa en los términos del art. 163 del CPCCBA y por violar el principio de congruencia. La Corte desestimó el recurso y confirmó la decisión; allí afirmó:
“Argumentando ad maiori ad minus es posible concluir que si el juez está facultado para fijar prudencialmente el importe debido en el acto de sentenciar, nada le impide —si median circunstancias que así lo impongan— que difiera tal determinación a las resultas del procedimiento que considere pertinente” (Ac. 44.415 -“Coop. Elec. y Serv. San Blás…”- del 25/02/1992).
El criterio, replicado en otros fallos de la época[59], sería luego adaptado al caso puntual de créditos resarcitorios donde la Corte dijo en pleitos de expropiación inversa y luego en juicios de derecho civil:
“[E]n los juicios de daños y perjuicios los jueces se hallan facultados para fijar el quantum indemnizatorio tanto a la fecha del hecho, como al momento de dictar sentencia y aún diferirlo a las resultas del procedimiento que considere pertinente sin que ello importe una actualización dineraria (C. 101.107 -«Arbizu«- del 23/03/2010 y C.117926 «P, M.G.» del 11/02/2015).
En otras palabras, en la interpretación que propone la Suprema Corte, los jueces pueden cuantificar el daño a valores históricos («a la fecha del hecho»), a valores actuales («al momento de dictar sentencia») pero también postergarlo a una etapa ulterior y bajo un mecanismo que puede establecerse en el mismo fallo («diferirlo a las resultas del procedimiento que considere pertinente») vedando la posibilidad de que esta modalidad pueda considerarse violatoria de los arts. 7 y 10 de la Ley 23.928 («sin que importe una actualización dineraria»).
El criterio es razonable y compatible con la letra del art. 165 del CPCCBA que prevé la exigencia de que el juez «fije el importe en cantidad líquida» (allí donde hay una condena a pago de frutos, intereses y «daños y perjuicios») pero seguidamente aclara —mediante la conjunción disyuntiva “o”— que si no determina ese importe «establecerá por lo menos las bases sobre que haya de hacerse la liquidación«.
Esta última variante resulta particularmente interesante y funciona como una válvula de escape para desmonetizar la condena y diferir la conversión que regula el art. 772 del CCyC. De ello se sigue que, en un pleito en el que se controvierten deudas de valor, la decisión de mérito puede limitarse a declarar el derecho del actor difiriendo su cuantificación final a una etapa posterior. El juez se limita a declarar la prerrogativa del accionante a percibir del demandado el equivalente dinerario de una cierta utilidad o quid que ha sido objeto de reclamo (v.gr., el valor de un muro medianero, la indemnización del daño emergente que genera la necesidad de reparar un vehículo, de realizar una terapia, de comprar un bien sustitutivo a otro destruido, etcétera) y describe los parámetros y mecanismos a utilizar para traducir, en una etapa procesal ulterior, aquel valor en una determinada cantidad de unidades monetarias (aquella que sea menester para que al acreedor pueda procurarse la utilidad que constituye el objeto de la obligación -e.g., dictámenes periciales que establezcan el costo de mercado de los bienes y servicios a que refiere el valor debido-).
En este esquema de decisión, la conversión que regula el artículo 772 del CCyC no operará en la etapa de decisión sino en la de ejecución, una vez llevado a cabo el procedimiento fijado en la sentencia y mediante el cual se determine el quantum debeatur. Esta operación importará la transformación del crédito de valor en una acreencia dineraria ejecutable por los carriles previstos en la ley procesal (arts. 497 y sig. del CPCCBA).
O sea, de un esquema como el que sigue,

Se pasa a uno de conversión en etapa de ejecución:

La postergación de la conversión a una etapa procesal posterior a la decisión amplía el umbral de protección que la categoría deuda de valor le brinda al crédito del actor. El valor económico del derecho reconocido en sentencia quedará a resguardo de la inflación durante el trámite de la etapa recursiva y buena parte del trámite de ejecución. De ese modo, la cuantificación del daño —o, más en general, la cuantificación de cualquier valor que hubiere sido objeto de debate en el pleito— operará en el momento más cercano al efectivo pago. Es una modalidad que, además, brinda soporte normativo a la posibilidad de volver a producir medios de prueba de los cuales emerjan parámetros de cuantificación (pericias, informes u otros) cuando los ya producidos hubieren quedado desactualizados o la inflación acumulada entre la etapa de prueba y la de decisión genere resultados ostensiblemente injustos para el acreedor.
Así todo, el diferimiento de la cuantificación del valor también puede acarrear algunas dificultades. Por un lado, altera el esquema tradicional del proceso clásico (postulación, prueba, decisión y ejecución) y puede tornar compleja y eventualmente controvertida la etapa de liquidación: si los parámetros de cuantificación contenidos en el fallo no son claros, la fijación del quantum debeatur puede suscitar nuevas decisiones de mérito o llevar el debate a la vía incidental (art. 502 del CPCCBA). Genera, además, un problema sobre el que ya nos hemos referido en párrafos anteriores: la reedición de medios probatorios es una opción muchas veces ineficiente, impráctica y de dificultosa materialización en una etapa procesal que no ha sido diseñada para ese fin.
A ello se suma que algunos créditos resarcitorios no son compatibles con este formato de decisión.
Por ejemplo, el daño moral del art. 1741 del CCyC exige que el magistrado considere las satisfacciones sustitutivas y compensatorias que pueden procurar “las sumas reconocidas”, dependencia que torna problemático escindir la evaluación de unas —las satisfacciones— de la ulterior determinación de las otras —las sumas reconocidas—. La valoración y cuantificación del daño moral constituye uno de las decisiones jurisdiccionales más complejas de motivar y en la práctica se admite una amplia discrecionalidad en la fijación del monto y en la descripción de los fundamentos de esa elección. Diferir la liquidación de un daño extrapatrimonial solo se muestra compatible con aquellas propuestas de cuantificación que acuden a sistemas de escala con base en unidades de valor[60] (en cuyo caso la sentencia declara el derecho de la víctima a percibir una cierta cantidad de unidades valorizadas con base en placeres compensatorios dolarizados y su conversión definitiva a una cierta cantidad de pesos se efectúa en la etapa ejecutoria). Pero aquí nos enfrentamos a un problema más grave: modelos de decisión de este tipo han de merecer las mismas críticas que la Suprema Corte formuló sobre las decisiones de la Cámara de Trenque Lauquen en la que se acudió al módulo del jus arancelario (previsiblemente, la Corte considerará a la unidad de daño moral como un mecanismo de corrección de un monto dinerario que el juez debe expresar en el fallo en moneda nacional).
Idéntica dificultad se presenta con relación a las indemnizaciones por incapacidad sobreviniente en las que el juez debe calcular el valor presente de una renta futura no perpetua, para lo cual debe fijar un capital actual productor de una renta periódica que represente las ganancias frustradas por la incapacidad y que se agotará en el tiempo en que razonablemente la víctima podía desarrollar esas aptitudes total o parcialmente afectadas (art. 1746 del CCyC). Esta modalidad de cálculo, cualquiera sea la fórmula que se adopte (Vuotto[61], Méndez[62], Acciarri[63], etc.), tampoco es permeable a ser fraccionada en partes y exige que la totalidad del razonamiento del juez y el resultado final de la operación sean explicitados en la sentencia.
5. Conclusiones
Las ideas que hemos desarrollado a lo largo de este trabajo pueden sinterizarse de la siguiente manera:
1) La inflación es un problema económico con importantes consecuencias jurídicas. La depreciación del signo monetario afecta el modo en el que se desenvuelven los vínculos obligacionales que la tienen por objeto y altera el funcionamiento del dinero en tanto unidad de cuenta, instrumento de cambio e instrumento de pago. También complejiza el trámite de los pleitos en los que el dinero es la expresión más frecuente de la condena, con independencia de la naturaleza de la obligación que es objeto de reclamo.
2) La noción de deuda de valor —construida con el indisimulable propósito de evitar las injusticias que genera el nominalismo en épocas de crisis monetaria— ha sido regulada en el Código Civil y Comercial de la Nación de un modo cuestionable: una obligación inicialmente de valor se convierte en dineraria al ser cuantificada; a partir de allí no susceptible de ser repotenciada y queda expuesta a la depreciación del signo monetario. Este sistema limita sensiblemente ámbito de protección del crédito controvertido dado que solo opera en una primigenia etapa del vínculo obligacional, pero no en la totalidad. El proceso civil y comercial en la Provincia de Buenos Aires replica y agrava estos problemas cuando este tipo de obligaciones son objeto de debate (sobre todo, en materia de responsabilidad civil, colaciones, medianería, entre otros). En un contexto de indexación prohibida y condenas judiciales dinerarias, el único mecanismo que podría mantener el valor del crédito es el interés moratorio, función-finalidad impropia que no se cumple en jurisdicciones como la bonaerense en las que, merced a la doctrina legal de la Suprema Corte, para un enorme conjunto de créditos en los que no resulta aplicable una tasa legal o una tasa pactada se adopta una combinación de tasas puras y tasas bancarias pasivas partiendo de la idea-ficción de que el pago tardío supone para el acreedor la pérdida de la renta de un capital que estaba destinado al ahorro.
3) La conjunción de todos estos factores (inflación, deudas de valor convertibles a dinerarias antes del pago, intereses moratorios a tasa pasiva y prohibición de indexar obligaciones de dar dinero) genera un resultado pernicioso: las sentencias judiciales declaran derechos ya devaluados (durante la etapa de alegación y prueba) o a devaluarse (en etapa recursiva y de ejecución). Los deudores bonaerenses demandados o a ser demandados tienen sobrados motivos para no pagar o pagar lo más tarde que sea posible, cualquiera sea la expectativa que tenga sobre el resultado final del pleito (y si fueren deudores solventes, podrán además utilizar lo debido para invertirlo en otras operaciones redituables hasta que sea compelido a pagar).
4) El litigio de créditos de valor obliga a repensar los límites jurisdiccionales que emergen del principio de congruencia puesto que el debate y el reconocimiento de este tipo de obligaciones presupone aquello que la congruencia en principio reprocha: diferencias nominales entre la expresión monetaria del quid reclamado al inicio del pleito (un guarismo que se deprecia con el tiempo) y el monto final de condena determinado por parámetros actuales que implicarán “más dinero” que aquél que se invocó en la etapa de postulación o que surgió de algún elemento de prueba. Esta tensión entre una directriz procesal y un tipo obligacional de derecho común exige efectuar precisiones conceptuales sobre el modo en el que opera el principio de congruencia en coyunturas inflacionarias y reconsiderar los parámetros que se utilizan para escrutar fallos en términos de posibles excesos al cuantificar valores e imponer condenas (supuestos ultra petita).
6) El Código de Procedimientos Civil y Comercial de la provincia de Buenos Aires permite reclamar créditos de valor y el juez, bajo ciertas condiciones y recaudos, puede imponer condenas nominalmente más elevadas a los montos descriptos en la demanda (art. 330 del CPCCBA). El actor describe el valor que reclama y lo cuantifica en dinero aclarando que su determinación precisa quedará sujeta “a lo que en más o en menos resulte de la prueba a producirse”, fórmula que permite asignarle al monto pretendido un carácter meramente provisorio y mutable. Según cuál sea el propósito del actor el giro permitirá: (a) cuantificar el valor reclamado, y que la prueba sea el parámetro a partir del cual se determinará la cuantificación monetaria de un crédito cuya extensión y contenido ya se conoce; y (b) determinar la extensión del crédito: y que la prueba sea el elemento a partir del cual se examine cuál es la extensión de la obligación de valor que se alega incumplida. La doctrina legal de la Suprema Corte bonaerense asigna una importancia superlativa a la fórmula “o lo que en más o en menos”: su omisión impide receptar un crédito de valor cuantificado en un monto mayor al descripto en el escrito de inicio
7) La vasta mayoría de los tribunales bonaerenses entienden que evaluar la congruencia en un fallo implica realizar un escrutinio estrictamente dinerario que compare el monto reclamado por el actor (o lo que se desprende de la prueba a cuyo resultado se supeditó la pretensión) y la cantidad de unidades monetarias que el juez admite en la condena. Ello acarrea dos problemas:
7.1) no distinguir los tipos de errores que motivan una decisión ultra petita (la incongruencia de valores¸ cuando el juez reconoce un valor más extenso que el reclamado; y la incongruencia de cuantificación, cuando el exceso radica en la cuantificación monetaria del quid controvertido).
7.2) la tendencia a comparar sumas o cantidades de unidades monetarias reparando únicamente en su valor nominal (cantidad) y no en su valor real (poder adquisitivo);
8) La concepción nominalista de la congruencia que impera en las prácticas judiciales bonaerenses y a partir de la cual se definen los límites de decisión que pesan sobre los jueces al resolver un caso presenta numerosos inconvenientes:
a) se sustenta en una operación comparativa de montos dinerarios de escasa utilidad económica y jurídica, desatendiendo el momento en el que tales sumas fueron expresadas y el poder adquisitivo que tenían en cada oportunidad;
b) se distorsiona la relación entre la finalidad del principio de congruencia (proteger el derecho de defensa de la demanda) y el medio empleado (la restricción a la potestad del juez) al calificar de ultra petita decisiones que solo nominalmente superan a los montos reclamados o a los que emergen de los elementos de convicción a los cuales el actor supeditó la cuantificación del valor reclamado. Se censuran excesos que no son tales y se anulan decisiones que contienen cuantificaciones que involucran “más dinero” pero que en términos reales tienen un poder adquisitivo mucho menor al que tenían las sumas reclamadas en demanda o las que se desprenden de la pruebas (lo que significa, en paralelo, que se ha pretendido tutelar un derecho de defensa de la demandada que nunca se vio afectado);
c) anticipa innecesariamente la conversión de deuda de valor en deuda dineraria y limita el ámbito de protección que aquella le procura al crédito controvertido. La conversión que regula el art. 772 del CCyC en la práctica termina operando en la etapa postulatoria (en la demanda, si el actor por algún motivo omitió utilizar la locución) o en algún momento de la etapa probatoria, instancia en la que se incorpora al expediente el elemento de convicción a partir del cual el juzgador cuantifica la utilidad controvertida (si el reclamante hubiere utilizado el giro). Merced al tiempo que insume el pleito —en particular, el que transcurre entre la producción de la prueba y el dictado de la sentencia de mérito— los jueces cuantifican los valores sobre la base de elementos de convicción que ya están desactualizados con relación al momento en que se incorporaron a la causa;
d) se sustenta en el sesgo de la ilusión monetaria y un temor infundado de incurrir en prácticas indexatorias prohibidas por la Ley 23.928.
9) Una concepción valorista de la congruencia permite repensar el modo de escrutar la validez constitucional de las sentencias y de establecer los techos cuantitativos que restringen las facultades de decisión en pleitos en los que se debaten deudas de valor. El cotejo entre lo reclamado o probado y lo reconocido en sentencia debe atender al valor real de los montos implicados (esto es, reparar en el poder adquisitivo de las sumas comparadas). Para ello deben actualizarse los montos sometidos a contraste, operación que no implica indexar una obligación dineraria —en los términos de la veda que contemplan los arts. 7 y 10 de la Ley 23.928— sino expresar en valores actuales una cuantificación pasada de una cierta valía o quid. Son los montos expresados en valores actuales y no los pretéritos los que deben definir el margen de decisión del juez al momento de establecer el quantum debeatur.
10) La concepción valorista de la congruencia permite además modificar el modo en que se cuantifican los créditos sometidos a debate y superar el problema de la inflación acumulada entre la producción de prueba y la sentencia (o entre esta última y la demanda, si el actor no hubiere utilizado el giro). El juez puede evitar la reedición de pruebas ya producidas y expresar a valores actuales la cuantificación monetaria contenida en un elemento de convicción ya incorporado al expediente. Para ello debe acudir a un índice que sea representativo de la evolución histórica del valor de mercado del bien que se vincule con la utilidad reclamada por el actor (o, en su defecto, utilizar el IPC-GBA que publica el INDEC que refleja adecuadamente la depreciación del signo monetario con base en una canasta general de bienes y servicios representativos del gasto de consumo de los hogares).
11) Toda operación que se realice en el pleito previo a que opere la conversión que regula el art. 772 del CCyC y que esté dirigida a lograr la cuantificación actual del valor reclamado no constituirá una operación “indexatoria” de aquellas que prohíbe la Ley de Convertibilidad, aun cuando para ello se acuda a algún parámetro económico (el valor del dólar, el precio de un bien, un índice oficial, etcétera) para representar el valor actual una cuantificación pasada.
12) Una concepción valorista del principio de congruencia permite reconsiderar los escenarios usuales en los que se reprochan excesos en las condena (fallos ultra petita). Éstos quedan configurados de la siguiente manera: i) el juez viola la congruencia — es decir, dicta un fallo ultra petita— si admite un valor más amplio que el que expresamente reclamó el actor en su demanda (cuando no se usa el giro “lo que en más o en menos…”); ii) el juez viola la congruencia —es decir, dicta un fallo ultra petita— si admite un valor más amplio que el que se desprende de la prueba (aquella a la cual el mismo reclamante sujetó su pretensión mediante el giro “lo que en más o en menos…” y la evidencia a producir fue razonablemente necesaria para conocer la extensión del derecho reclamado); ii) el juez viola la congruencia — es decir, dicta un fallo ultra petita— si declara el mismo valor pretendido por el actor pero con una cuantificación dineraria nominalmente mayor a la peticionada en la demanda (cuando no se usa el giro “lo que en más o en menos…”) si y solo si el monto de condena es superior a la representación actual de la suma de dinero reclamada y iv) el juez viola la congruencia — es decir, dicta un fallo ultra petita— si declara el mismo valor pretendido por el actor pero con una cuantificación dineraria nominalmente mayor a la que emerge de la prueba producida (aquella a la cual el mismo reclamante sujetó su demanda utilizando el giro “lo que en más o en menos…”) si y solo si el monto de condena es superior a la representación actual de la suma dineraria que surge de ese medio probatorio.
13) La idea de que la conversión de la deuda de valor en dinero se produce en la sentencia definitiva debe ser concebida como una regla general que admite excepciones. Es posible concebir modelos de decisión en los que la condena judicial no constituye una obligación de dar sumas de dinero. La experiencia trenquelauquense de utilizar el jus arancelario para imponer condenas indexadas a módulos de actualización periódica recibió previsibles —y en buena medida fundadas— críticas de la Suprema Corte de Buenos Aires. Si el mecanismo de ajuste opera luego de la conversión del valor (esto es, luego de su cuantificación monetaria en una decisión de mérito) la práctica se identifica con aquellas que prohíbe el art. 7 de la Ley 23.928. Subsiste, aunque no sin algunos inconvenientes operativos, la posibilidad de diferir la cuantificación del valor controvertido en etapa de ejecución de conformidad con lo establecido en el art. 165 del CPCCBA y la interpretación que de dicha norma ha hecho la Suprema Corte. Bajo este esquema, el juez declara en la sentencia el derecho del actor a que le entregada una cantidad de dinero que le permita procurarse la utilidad o quid reclamado detallando a tal fin el mecanismos que habrá de utilizarse para efectuar esa cuantificación (v.gr. requerir un informe, ampliar una pericia, etc.). Esta modalidad es de difícil aplicación cuando se trata de rubros resarcitorios en los que la valuación del perjuicio no puede escindirse de la cuantificación monetaria de la indemnización (por caso, los daños contemplados en los arts. 1741 —daño moral— y 1746 del CCyC —incapacidad sobreviniente—).
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[1] Abogado (UNMdP) y Especialista en Derecho Procesal (UBA). Agradezco muy especialmente las correcciones y observaciones críticas formuladas por Agustín Velasco (UNMdP) en versiones preliminares de este trabajo. Cualquier error que el lector pueda hallar es de mi exclusiva responsabilidad. Comentarios o sugerencias son bienvenidas: marinotomas@gmail.com.
[2] La inflación suele medirse en tasas anuales pero en países como la Argentina, que tiene altos niveles de inflación, las publicaciones se realizan en forma mensual.
[3] El llamado «IPC» o índice de precios al consumidor que publica mensualmente el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos.
[4] Laidler, David y Michael Parkin, Inflation: A Survey, The Economic Journal, Vol. 85, No. 340 (Dec., 1975), pp. 741-809; Frisch, Helmut, Inflation Theory 1963-1975: A «Second Generation» Survey, Journal of Economic Literature. Vol. 15, No. 4 (Dec., 1977), pp. 1289-1317; Frenkel, Roberto, Salarios e inflación en América Latina. Resultados de investigaciones recientes en la Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica y Chile, Desarrollo Económico, Desarrollo Económico, Vol. 25, No. 100 (Jan. – Mar., 1986), pp. 587-622; Ball, Laurence, What causes inflation?, Business Review, Federal Reserve Bank of Philadelphia, issue Mar. 1993, pages 3-12.
[5] Krugman, Paul – Wells, Robin – Graddy, Kathryn, Esentials of Economics, 2da ed. Worth Publishers, 2007, p. 354. Samuelson, Paul A., William D. Nordhaus, Macroeconomía. 16va ed. Madrid: McGraw-Hill, 2001, p. 571; Heymann, Daniel & Leijonhufvud, Axel, 1995. «High Inflation: The Arne Ryde Memorial Lectures,» OUP Catalogue, Oxford University Press, number 9780198288442.
[6] Gerchunoff, Pablo – Llach, Lucas, Ciclo de la ilusión y el desencanto, Madrid: Ariel Sociedad Económica, 2003, p. 471.
[7] Decreto 2128/91.
[8] Los índices publicados por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos en el período 2007-2015 fueron severamente cuestionados y la credibilidad de las estadísticas oficiales decayó notablemente. Diversos índices paralelos informaban en ese período valores muy superiores a los oficiales.
[9] Jueguen, Francisco. (15 de enero de 2020). La inflación de 2019 fue la más alta en 28 años y deja un fuerte arrastre para este año. La Nación. Recuperado de http://www.lanacion.com.ar
[10] No pretendemos afirmar que todos esos créditos son obligaciones de dar sumas de dinero propiamente dichas, sino que más tarde o más temprano su pago se efectúa mediante la tradición de unidades monetarias (aun cuando en su génesis el crédito haya sido de valor y luego se cuantificó en dinero). Sobre este tema volveremos más adelante.
[11] Pizarro, Ramón D. – Vallespinos, Carlos G., Instituciones de Derecho Privado. Obligaciones, Buenos Aires: Hammurabi, 2006, t. I., p. 349.
[12]Alterini y López Cabana ubican el puntapié inicial en un voto precursor del Doctor Simón P. Safontás de la Cámara civil y Comercial platense en 1952 (La Ley, t. 66, p. 659) y explican su amplia recepción en jornadas académicas a fines de la década de 1950 y durante la década del 1960 («Soluciones jurídicas para el problema inflacionario (a propósito de la problemática actual de las obligaciones de dar dinero«, La Ley, 1986-D , 984, Derecho Comercial Doctrinas Esenciales Tomo I , 113)
[13] Pizarro y Vallespinos, ob. cit., p. 376.
[14] La Ley 24.283 de desindexación de deudas se sancionó poco después de la Ley de Convertibilidad y procuró evitar los desequilibrios que se producían al repotenciar obligaciones utilizando índices. Los resultados de esas operaciones generaban, muy a menudo, que la deuda actualizada superase ampliamente el valor debido.
[15] Problemas que, en alguna medida, ya se podían anticipar antes de la sanción del nuevo digesto civil, época en la que la noción de deuda de valor era utilizada por los tribunales sobre la base de construcciones doctrinarias y jurisprudenciales. En el año 2003 Daniel Pizarro anticipó con precisión lo que ocurre en la actualidad: «[s]i no se controla la inflación y rebrotan los niveles que hemos experimentado en 2002, el valorismo volverá. Volverá porque las normas constitucionales, al igual que las reglas de la economía, no son susceptibles de ser manejadas por caprichos voluntaristas, a espaldas de la realidad. Volverá, de la mano de la mejor solución posible para romper el corsé nominalista, que impide la indexación de deudas aun mediando mora del deudor: su evidente inconstitucionalidad por afectar la garantía de propiedad, para lo cual seguramente deberá reflotarse la jurisprudencia de la Corte Suprema de los años setenta, a partir de «Vieytes de Fernández v. Provincia de Buenos Aires», forjada en épocas de grave inestabilidad monetaria. Es que habiendo inflación elevada, el problema indexatorio asume dimensión constitucional” (aut. cit., “Las medidas correctoras del principio nominalista en el derecho argentino actual«, JA 2003-IV-1024).
[16] El tema, en detalle en Ray, José Domingo, «Obligaciones de valor y dinero«, La Ley 1979-B, 983, Borda, Guillermo A., «Las deudas de valor y la ley 23.928″, La Ley, 1993-A, 857, Alterini, Atilio Aníbal, «Las deudas de valor no están alcanzadas por la Ley 23.928 de convertibilidad del austral«, La Ley 1991-B, 1048, Bustamante Alsina, Jorge, «Deudas de dinero y deudas de valor. Alcance de la distinción y posibilidad de suprimirla«, La Ley, 149, 952, Padilla, Rodrigo – Brun, Carolina, «Algunas consideraciones sobre las obligaciones de dar sumas de dinero y las obligaciones de valor«, ADLA 2017-8, 115, Casiello, Juan José, «Los intereses y la deuda de valor (doctrinas encontradas y saludable evolución de la jurisprudencia)«, La Ley 151, 864 e «Incorporación al Proyecto de Código de la «deuda de valor”, La Ley, 06/03/2014, 1, Casiello, Juan José – Méndez Sierra, Eduardo Carlos, «Deudas de dinero y deudas de valor. Situación actual«, La Ley 2003-E, 1282, Moisset de Espanés, Luis, «Las obligaciones de valor actualizadas y la tasa de interés«, Conferencia pronunciada en la ciudad de Río Cuarto el 8 de septiembre de 1972 en las Terceras Jornadas de Actualización Jurídica. Anales de la Academia Nacional de Derecho. Disponible en http://www.acaderc.org.ar y del mismo autor «El austral convertible (Ley 23.928: nominalismo y obligaciones de valor)», Zeus, t. 56, D-235, disponible en http://www.acaderc.org.ar
[17] Entre otros, Alterini, Atilio A. «Las deudas de valor…”, cit.
[18] Ossola, Federico A., en «Código Civil y Comercial comentado”, Tomo V, dirigido por Ricardo Luis Lorenzetti, 1ra. Ed., Santa Fe: Rubinzal-Culzoni, 2015, p. 157. El autor explica que la mayoría de la doctrina entiende que la obligación de valor subsiste como tal hasta que se efectúe el pago.
[19] En las Conclusiones de la Comisión N°2 de las Jornadas Nacionales de Derecho Civil de Bahía Blanca (2015) se afirmó unánimemente que el momento para cuantificar la deuda de valor es el que fijen las partes o la sentencia judicial en caso de deudas judiciales.
[20] Casiello, Juan José, «Incorporación…”, cit.
[21] Durante la vigencia del Código de Vélez Sarsfield la doctrina no compartía esta solución y ensayaba alternativas más justas para el acreedor. Bustamante Alsina afirmaba en 1975 que la deuda de valor debe ser siempre de valor: no debe cambiar su naturaleza y la sentencia no puede tener esa virtualidad. Más aún: señalaba —siguiendo las ideas de Augusto M. Morello— que este tipo de créditos ya liquidados durante el trámite del proceso es susceptible de ser liquidado nuevamente hasta el momento del pago atendiendo a las ulteriores variaciones del valor de la moneda (Bustamante Alsina, Jorge, “Indexación de deudas de dinero”, La Ley, 1975-D, 584, Obligaciones y Contratos Doctrinas Esenciales Tomo III , 39 y Morello, Augusto M., «Revisión del daño resarcible y revalorización del monto de la condena» en J. A. del 18/VII/75). Lógicamente, el marco normativo en aquel entonces era muy distinto al actual (puntualmente, no regía el actual art. 772 del CCyC ni la prohibición legal de repotenciar obligaciones dinerarias contenida en la Ley de Convertibilidad).
[22] Esta afirmación merece aclaraciones que exceden a los límites de este trabajo. Basta aquí señalar que no necesariamente el uso de tasa bancarias activas eliminan los incentivos que tiene el demandado para transar el diferendo o dilatar el trámite del pleito. El tema, en detalle y profundidad, en Acciarri, Hugo A. Elementos de análisis económico del derecho de daños. 1ra. Ed. Buenos Aires: La Ley, 2015, pág. 369.
[23] SCBA, C. 119.176, del 15/06/2016 -“Cabrera…”- y 116.930 -“Padín…”- del 10/08/2016.
[24] Algunos créditos de valor han logrado sobrevivir a esta doctrina; tal el caso de los alimentos expresados en obligaciones periódicas dinerarias merced a la nueva regulación contenida en el art. 552 del CCyC que prevé el uso de tasas bancarias activas o, según algunos tribunales, la regla de la reciprocidad del art. 26 de la Ley 24.240 en materia de reclamos contractuales de consumo, y que —para algunos— puede servir como fundamento para que el proveedor pague la misma tasa de interés moratorio que la que él mismo percibe del consumidor.
[25] Cám.Civ.Com. de Mar del Plata, Sala Segunda, «Curry, Paula V. c/ Transportes Automotores Plusmar S.A. y ot. s/ Daños y perjuicios”, c. 162615 del 27/04/2017.
[26] Alterini, Atilio Aníbal, Desindexación de las deudas, Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 1994, p. 11.
[27] Decía Alberto Bianchi en un trabajo publicado a mediados de la década de 1980 que «[d]e nada sirve que el juez, por medio de una construcción jurídicamente impecable, brillante, arribe a la solución correcta, si luego, al momento de determinar a cuánto asciende el monto efectivo y actualizado de lo que debe abonarse, yerra groseramente y da una solución carente de realidad económico» (“El apartamiento notorio de la realidad económica como causa de arbitrariedad de las sentencias”, ED 116-772 (1986).
[28] Previo a la entrada en vigencia del artículo 552 del Código Civil y Comercial la Sala Primera de la Cámara Civil y Comercial de Mercedes hizo interesantes aportes en esta temática al considerar que la doctrina legal de la SCBA que impone tasas pasivas para liquidar intereses moratorios en créditos que no tienen tasa pactada o legal refería a daños y perjuicios por lo que la materia alimentaria técnicamente no había sido objeto de tratamiento por la Casación. Con ese argumento, aplicaron a créditos alimentarios tasas activas (entre otras, causas «G.I.E. c/ L.P.A.», c. 111185 del 26/04/2007 y «Ocampo, Gladys E. c/ Gómez, Marcelo A. s/ Alimentos”, c. 113555 del 29/03/2011, ambas de la de la Sala Primera de la Cámara de Mercedes).
[29] Cám.Civ.Com. de Mar del Plata, Sala Segunda, «Pascali, Graciano c/ Marexport S.R.L. y ot. s/ Incidente«, c. 123.266 del 16/07/2019. Numerosos precedentes de la Sala Primera de la Cámara Civil y Comercial de Quilmes abonaron esta solución en la primera década del 2000 (causas 10203 -«Leguizamon, María…»- del 12/02/08; 8836 -«Dania, Edgardo…»- del 21/03/2007, 7787 -«Ferrari, Roberto…» del 30/03/2005, entre otras).
[30] SCBA, c. 119.088 «Martinez, Emir c/ Boito, Alfredo A. s/ Daños y Perjuicios» del 21/02/2018.
[31] Sobre este tema volveremos más abajo en detalle.
[32] Mar del Plata era un caso singular en este tópico dado que durante muchos años se aplicó un entramado de decisiones plenarias que habían sido dictadas en épocas de convertibilidad y en los que se establecían límites fijos para intereses moratorios y compensatorios; topes cuya superación era considerada automáticamente como una práctica susceptible de reproche jurisdiccional (usura, afectación a la moral y las buenas costumbres, etcétera). En diciembre de 2010 se dictó el plenario «Metz» de la Cámara Departamental (c. 140.929 «Metz, Fernando c/ Citibank N.A. s/ Materia a categorizar» del 27/12/2010) y se dejaron sin efecto dos de esos plenarios e implícitamente quitó eficacia a cualquier decisión de esta naturaleza que fijaba techos estancos para juzgar la legitimidad de los intereses moratorios y compensatorios. Lo expuesto por la Cámara marplatense era coincidente con lo que unos pocos días antes la Suprema Corte provincial había resuelto en la causa “Volpe, José contra Banco de la Provincia de Buenos Aires. Nulidad, repetición y compensación” en la que cuestionó severamente aquellas sentencias judiciales en las cuales se resuelve la morigeración de las tasas de interés que rigen en un contrato de cuenta corriente bancaria a base de la aplicación lisa y llana de una tasa fijada por vía plenaria, con total abstracción de los hechos y circunstancias del caso en particular (SCBA, Ac. 95758 del 9/12/10). El tema, con una visión crítica muy lúcida, en Rivera, Julio César “Ejercicio del control de la tasa de interés” en suplemento Revista La Ley “Intereses” de Julio de 2004, pág. 105.
[33] Cám.Civ.Com. de Mar del Plata, Sala Segunda, en autos «Curry…”, cit.
[34] Resoluciones 1904/12 y 2761/16 de la SCBA y el Convenio Marco N° 393 entre la SCBA y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.
[35] Resoluciones 3415/12, 1827/12, 3272/15, 582/16, 707/16 y 2135/18 y Acuerdos 3733/14, 1407/16, 1647/16, 3842/17 y 3886/18, todos de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires.
[36] Acuerdos 3399/08, 3540/11 y 3845/17 de la SCBA.
[37] Fallos: 313:915, 322:2525, 324:1234, 329:349 y 341:1091
[38] Palacio, Lino E. Manual de derecho procesal civil, 18va. Ed. Buenos Aires: Abeledo-Perrot, 2004, p. 65.
[39] Esta afirmación, lógicamente, admite consideraciones complementarias que exceden el objeto de este trabajo. El sistema predominantemente preclusivo que tiene nuestro proceso civil y comercial admite excepciones que funcionan bajo la modalidad de unidad de vista y que pueden interpretarse —en alguna forma o medida— como excepciones a la aplicación estricta del principio de congruencia. Tal el caso de los hechos nuevos (art. 363 del CPCCBA), los documentos nuevos (art. 255.3 del CPCCBA) y los hechos constitutivos, modificativos o extintivos que ocurren durante la sustanciación del juicio aun cuando no hubieran sido invocados como hechos nuevos (art. 163.5 del CPCCBA), etcétera.
[40] Fallos: 339:1567, 342:1580
[41] Cazeaux, Pedro N. y Trigo Represas, Félix A., «Derecho de las Obligaciones«, La Plata: Librería Editora Platense, 1996, 3ra. ed. aumentada y actualizada, t. 5, pág. 964
[42] Ceteris paribus de otras variables que pueden impactar en el precio. Es decir, admitimos en el ejemplo que el costo real de mercado del producto no se alteró por otras razones (e.g., falta de competencia, mayor demanda e igual oferta, crecimiento del precio de bienes sustitutos, etc.).
[43] Véase Cám. 2da. Civ.Com. de La Plata, Sala Segunda, «Foulkes, Ricardo Manuel c/Alderete, Miguel Angel s/Indemnización por daños y perjuicios», c. 105231, del 06/06/2006. Cám.Civ.Com. de Pergamino, «Latrubesse, A. H. c/Alvarez, S. C. s/Indemnización por daños y perjuicios«, c. 914, del 22/03/1994, entre otros. Fuente: JUBA. Si bien sobre este punto volveremos más abajo, el problema de no admitir la mutabilidad de la cuantificación inicial del daño moral es establecer de qué modo se puede actualizar —esto es, representar en valores actuales— la suma originalmente peticionada (y, en su caso, cómo hacerlo sin incurrir en indexaciones que la Suprema Corte suele censurar enfáticamente por ser contrarias a los arts. 7 y 10 de la Ley 23.928).
[44] SCBA, Ac. 42935 en autos «Gómez, Rubén Oscar c/ Patella, Teresa y otros s/Daños y perjuicios y beneficio de litigar sin gastos«, sentencia del 04/06/1991
[45] Dejamos de lado aquí supuestos en los que lo controvertido son otro tipo de obligaciones (de hacer, de no hacer o de dar cosas que no sean dinero).
[46] Cálculo realizado sobre la base del IPC-GBA publicado por el INDEC [enero 2017 en adelante]. Similar resultado —con idéntica fuente para las fechas contrastadas— se puede obtener en el calculador online publicado en https://calculadoradeinflacion.com realizado por Alberto Cavallo. Véase Cavallo, Alberto, Online and Official Price Indexes: Measuring Argentina’s Inflation (February 27, 2012). MIT Sloan Research Paper No. 4975-12. Disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=1906704 or http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.1906704
[47] Cám.Civ.Com. de Mar del Plata, Sala Tercera, autos «Grande, Marcelino O. c/ Leiro, Javier M. y ot. s/ daños y perjuicios«, c. 160.698 del 25/04/2016
[48] La crisis que atraviesa el sistema de Designaciones de Oficio de Profesionales Auxiliares de la Justicia regulado en el Acuerdo 2728/96 Suprema Corte provincial (motivada por la tendencia decreciente en el número de inscriptos en los distintos fueros y especialidades) genera frecuentes dificultades para pedir explicaciones de un dictamen presentado tiempo atrás y respecto del cual el profesional aun no percibió sus honorarios. Ello ralentiza —o directamente detiene— la marcha de la causa, acumulando mayor depreciación del signo monetario y agravando el problema que se intenta combatir.
[49] SCBA, C. 119.197 -«Freccero«- del 22/06/2016. Alterini, Atilio A. «Las deudas de valor no están alcanzadas…”, cit.; Casiello, Juan José, «¿Es inconstitucional la prohibición de indexar?«, La Ley, 17/06/2010, 6, 2010-C, 709; Trigo Represas, Félix A., «Congelamiento» y «desindexación» de deudas en la ley de convertibilidad del austral”, La Ley, 1991-C , 1069
[50] SCBA, C. 121134 -“Nidera S.A.”- del 03/05/2018, C. 120536 -“Vera…”- del 18/04/2018, C. 120192 -«Scandizzo de Prieto«- del 07/09/2016, entre otros.
[51] Alterini, Atilio Aníbal, «Las deudas de valor no están alcanzadas…”, cit., Bustamante Alsina, Jorge, «Deudas de dinero y deudas de valor..”, cit.; Casiello, Juan José, «Los intereses y la deuda de valor (doctrinas encontradas y saludable evolución de la jurisprudencia)«, La Ley 151, 864 e «Incorporación al Proyecto de Código de la «deuda de valor», cit.
[52] XXV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, Bahía Blanca, 2015. Conclusiones de la Comisión N°2. SCBA, C. 119.449 -«Córdoba…«- del 15/07/2015
[53] Este formato de decisión, adoptado en por lo menos tres oportunidades (causas «Córdoba…» -Expte. N° 88999 del 15/08/2014-, «Deglise» -Expte. N° 90245 del 11/05/2017- y «Magra Acosta…» -Expte N° 87598 del 05/07/2017-, todos de la Cámara trenquelauquense).
[54] Artículos 29, 45, 46, 128, 130, 145, 278, 280, 320.1, 329, 372, 397, 429, 434, 637, 726, 734 y 842 del Código de Procedimientos Civil y Comercial bonaerense.
[55] Véase Morello, Augusto M., «Revisión del daño resarcible y revalorización del monto de la condena«, J. A., t. 27-1975, p. 480. De la misma época y proponiendo análogas soluciones, véase Bustamante Alsina, Jorge, «Indexación…”, cit.
[56] Por dar un ejemplo: $100.000 de diciembre de 2016 eran representativos de 186,2 jus arancelarios; en diciembre de 2019 fueron necesarios $281.002,86 pesos para equiparar el poder adquisitivo de aquel monto original (siguiendo la evolución del IPC-GBA). La suma actualizada equivale a diciembre a 163,8 jus arancelarios. Eso significa que el crédito repotenciado obtuvo un incremento por sobre la inflación de hasta un 13%.
[57] Desde la sanción de la ley 14.967 (nueva ley de honorarios de abogados y procuradores de la Provincia de Buenos Aires) las regulaciones de honorarios deben contener la expresión «en la unidad arancelaria Jus, cuyo valor definitivo se establecerá en el momento de hacerse efectivo el pago» (art. 15.d). O sea, la determinación judicial de los emolumentos adopta una modalidad no idéntica pero sí análoga a aquella que la Suprema Corte le reprocha a la Cámara de Trenque Lauquen: obligación expresada en una unidad de valor que se liquida en una cierta cantidad de unidades monetarias al momento del pago.
[58] SCBA, C. 119.449, «Córdoba«, del 15/07/2015, Ac. 121773 -“Deglise” del 26/10/2018 y C. 121.943 «Magra Acosta” del 21/11/2018.
[59] SCBA, L.49.430 «Schroeder«, del 09/09/1992.
[60] Juárez Ferrer, Martín, Cuantificación del daño moral por escalas, en Juárez Ferrer (dir) «Cuantificación del daño, parte general«, Buenos Aires: La Ley, 2017, p. 301 y sig.
[61] Sala III de la CNAT, “Vuotto, Dalmiro c/ AEG Telefunken Argentina S.A.”, del 16/06/1978.
[62] Sala III de la CNAT “Méndez, Alejandro D. c/ Mylba S.A. y ot. s/ accidente”, del 28/04/2008.
[63] Acciarri, Hugo, A. «Fórmulas y herramientas para cuantificar indemnizaciones por incapacidad en el nuevo Código«, La Ley, 15/07/2015, 1.
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