martes, 15 de septiembre de 2020

Deudas de valor, inflación y cuantificación de daños personales: la Suprema Corte brinda una importante pauta de trabajo para operar con fórmulas matemáticas



Cita a la publicación original:

Marino, Tomás, Deudas de valor, inflación y cuantificación de daños personales: la Suprema Corte brinda una importante pauta de trabajo para operar con fórmulas matemáticas, Publicado en La Ley 15/09/2020, 5 y RCyS 2020-XI, 45 – TR LALEY AR/DOC/2693/2020.


Sumario: I. Introducción.— II. Breve reseña del caso. La sentencia de primera instancia.— III. Dificultades para debatir créditos de valor.— IV. Cómo cuantificar daños personales en coyunturas inflacionarias. La directiva de la Suprema Corte de Buenos Aires en el fallo en comentario.— V. Palabras finales.


I. Introducción

El 22 de junio de 2020 la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires dictó sentencia en el caso «A., D. A. c. Municipalidad de La Plata y otro s/ daños y perjuicios» en el que analizó un tema de gran importancia para el derecho de daños: la indemnización de los perjuicios patrimoniales derivados de incapacidades sobrevinientes cuantificados por medio de fórmulas que calculan el valor presente de una renta no perpetua.

El fallo no solo brinda directivas para operar adecuadamente con este tipo de herramientas (especificando, como veremos luego, el modo en que debe establecerse la variable vinculada al ingreso de la víctima), sino que aporta también interesantes reflexiones sobre principios, directrices y reglas que nutren a todo el sistema de la responsabilidad civil. Entre ellos, el derecho constitucional a una reparación plena, la categoría de deuda de valor, el modo en que estas últimas deben monetizarse en los procesos y el «realismo económico» como parámetro rector para indagar si una indemnización es suficiente cuando se la compara con la entidad de las lesiones sufridas por la víctima (sobre todo cuando el proceso se desarrolla en contextos inflacionarios).

En los párrafos que siguen brindaremos al lector un breve resumen del caso y de los puntos más sobresalientes de la decisión de la Suprema Corte. Luego analizaremos algunas de las dificultades que afrontan los operadores para debatir y decidir sobre créditos resarcitorios en épocas de depreciación monetaria. Sobre el final acercaremos la lupa nuevamente al fallo en comentario, evaluaremos en detalle la solución propuesta para el caso concreto y cuáles son —y pueden llegar a ser— las consecuencias prácticas que esta doctrina tendrá en la jurisprudencia laboral y de otros fueros.


II. Breve reseña del caso. La sentencia de primera instancia

El actor (en adelante, el Sr. A.) trabajaba como maquinista en un parque de juegos denominado «La República de los Niños», ubicado en la localidad de Manuel Bernardo Gonnet, Partido de La Plata. El 4 de octubre de 1999 se encontraba realizando labores en un juego mecánico denominado «Samba» y cayó al piso desde una altura de entre tres y cuatro metros, sufriendo lesiones graves e irreversibles que le generaron una incapacidad permanente del 85,6% de la total obrera. La víctima demandó a su empleador (concesionario del parque) y a la Municipalidad de La Plata en procura del resarcimiento integral de los daños sufridos.

El 30 de abril de 2015 el Tribunal del Trabajo Nº 5 de La Plata hizo lugar parcialmente a la demanda del Sr. A. Consideró acreditado el accidente, el vínculo laboral y la entidad de las lesiones sufridas. Juzgó civilmente responsables a los demandados y los condenó a reparar los daños patrimoniales y extrapatrimoniales ocasionados. Descalificó la validez constitucional del art. 39 de la ley 24.557 por estimar irrisoria la indemnización que surgía de aplicar el sistema de prestaciones implementado por la Ley de Riesgos del Trabajo y cuantificó los rubros con base en las reglas del derecho civil.

Se receptaron favorablemente los rubros de daño moral ($210.276,36, representativo del 80% del monto correspondiente al daño material), gastos farmacéuticos ($613.000) y gastos de asistencia ($2000 por mes). También se hizo lugar a la reparación del daño material derivado de la incapacidad sobreviniente, a cuyo fin los jueces utilizaron la denominada fórmula «Vuoto» (diseñada por la sala III de la CNTrab. en la causa «Vuoto, Dalmero c. Aegt Telefunken» del 16/06/1978) modificándole una de sus variables para ajustarla al modo en que opera la fórmula «Méndez» (también de la CNTrab., sala III, in re «Méndez, Alejandro D. c. Mylba SA y ot.», 28/04/2008) (1). Operaron con la fórmula considerando la edad del Sr. A. al momento de la consolidación del daño (23 años), una incapacidad del 100% (por aplicación del art. 8º de la ley 24.557), una tasa de descuento del 6%, el límite de edad productiva en 65 años y un ingreso a la época del accidente de 509,12 pesos (anualizado más un SAC). A esta última variable —la única que se adoptó siguiendo la fórmula «Méndez»— se la sometió a un cálculo adicional que refleje la reducción de la probabilidad de mejoras respecto de las opuestas hasta la edad en la que se estabiliza el ingreso. El parcial prosperó por un total de $262.845,46.


II.1. El recurso de la actora y la decisión de la Suprema Corte

La víctima llevó el caso a la instancia recursiva extraordinaria denunciando un absurdo en la valoración de la prueba y la violación de una serie de derechos constitucionales. Cuestionó las indemnizaciones reconocidas en el fallo por ser insuficientes para constituirse en una reparación integral de los daños derivados del accidente. En lo particular, objetó que no se hayan considerado los gastos de traslado, criticó la reparación parcial del rubro de atención diaria y objetó la cuantía del daño moral. En lo que respecta al daño material derivado de la incapacidad, afirmó que el Tribunal de Trabajo se equivocó al tomar el monto nominal percibido por la víctima a la fecha del accidente (1999) y no el Salario Mínimo Vital y Móvil vigente a la fecha de la sentencia (res. 3/2014 CNEPySMVyM, vigente a abril de 2015).

La Suprema Corte, por mayoría, hizo lugar parcialmente al recurso. Estimó inadmisibles las quejas vinculadas a las indemnizaciones por daño moral, gastos de traslado y de higiene (todas ellas por falta de crítica idónea), asistencia psicológica (por falta de prueba) y asistencia diaria (por falta de demostración del absurdo). En cambio, consideró procedente la objeción al modo en que fue cuantificado el daño material derivado de la incapacidad.

Con base en lo resuelto por la Corte Suprema de la Nación en el caso «Ontiveros» (Fallos: 340:1038), la Casación señaló que tanto el derecho a una reparación integral como el derecho a la integridad de la persona en su aspecto físico, psíquico y moral, y el derecho a la vida que enlaza a los dos primeros, se encuentran reconocidos en el plexo convencional incorporado al art. 75, inc. 22 de la CN. Agregó que tales prerrogativas no pueden satisfacerse si el resarcimiento que se reconoce a la víctima producto de la utilización de facultades discrecionales de los jueces resulta en valores insignificantes con relación a la entidad del daño resarcible. Los arts. 1740 y 1746 del Cód. Civ. y Com. —señaló el voto del ministro Soria, que hizo mayoría— condensan criterios interpretativos y parámetros ya ampliamente aceptados por la doctrina y jurisprudencia.

En lo que respecta al modo de cuantificar el rubro, la Suprema Corte explicó que en nuestro derecho rige desde hace muchos años la distinción entre deudas de dinero y deudas de valor, categoría esta última que fue regulada expresamente en el art. 772 del Cód. Civ. y Com. La idea de que la cuantificación de un valor deba referir al «valor real al momento que corresponda tomar en cuenta para la evaluación de la deuda» (art. cit.) implica la adopción del criterio del realismo económico, sobre el cual existe una amplia línea jurisprudencial de la Corte Suprema de la Nación (causas «Melgarejo» —Fallos 316:1972—, «Segovia» —Fallos 317:836—, entre otras).

Concluyó que el Tribunal del Trabajo se apartó de esas premisas conceptuales, toda vez que cuantificaron la indemnización en una suma que no logra constituir una reparación plena de los perjuicios sufridos, lo que supone una lesión a los derechos constitucionales que amparan al trabajador. Consideró un error que, al operar con la fórmula, se haya computado un ingreso de la víctima expresado a la fecha del accidente (1999), ocurrido más de quince años antes del dictado de la sentencia (2015). Los jueces —dijo la Corte— omitieron considerar la naturaleza del crédito resarcitorio (que es de valor y no de dinero) y se apartaron de las reglas de derecho civil que gobiernan su cuantificación. Revocaron esa parcela de la sentencia y ordenaron que el tribunal ad quem, con otra integración, se expida sobre el rubro nuevamente.


III. Dificultades para debatir créditos de valor

La decisión de la Suprema Corte es interesante por varios motivos. Primero, porque —como ya dijimos— brinda una directiva clara sobre el modo en que debe compatibilizarse el uso de las fórmulas matemáticas con el sistema de cuantificación de las deudas de valor [y cómo las reglas que gobiernan estas últimas condicionan el modo de establecer las variables del cálculo de aquellas; o, digamos mejor, cómo la monetización de las deudas de valor condicionan cualquier método de cuantificación en el que se sopesen variables de contenido económico, sea que se expresen o no mediante una fórmula polinómica (2)].

En segundo lugar, porque para exponer una crítica sobre el modo en que el tribunal, utilizó una herramienta de cálculo, la Casación construye una solución que reposa sobre una argumentación que aborda temas centrales en la materia —el derecho a una reparación integral, el realismo económico, la cuantificación actual de valores controvertidos, etc.— y mediante la cual pone en el tapete un problema estructural del proceso bonaerense: la enorme dificultad que afrontan los operadores para debatir, probar y decidir sobre créditos resarcitorios en coyunturas inflacionarias.

En las líneas que siguen presentaremos una muy breve reflexión sobre el tema más general (el litigio en épocas de depreciación monetaria) y luego volveremos sobre lo particular (cómo operar con fórmulas matemáticas para calcular ganancias frustradas por una incapacidad sobreviniente).


III.1.Inflación, proceso judicial y deudas de valor

La inflación desordena y complejiza el trámite de los litigios en los que el dinero es, en la vasta mayoría de los casos, la unidad de cuenta con la que se cuantifican las pretensiones del reclamante y la expresión final de una demanda exitosa que ha sido admitida por el juez (3). El proceso necesita tiempo, y el tiempo, en épocas de inestabilidad, tiene un doble rostro: es, por un lado, el insumo necesario que en su razonable y óptima medida permite transitar las etapas que garantizan el respeto de derechos fundamentales de las partes (alegar, resistir, probar, controlar, recurrir, ejecutar, etc.). Pero, por otro lado, el paso del tiempo lleva a que la depreciación de la moneda altere el contenido económico de aquello que es objeto de debate.

El dinero es como un helado puesto al sol y el proceso judicial es un método de debate que no puede llevarse a cabo a la sombra (4). La inflación no es solo un problema económico (5), sino también jurídico: la depreciación de la moneda nacional afecta el modo el que se desenvuelven los vínculos obligacionales que la tienen por objeto (sea que lo debido consista en una suma de dinero o en una utilidad que luego será cuantificada en moneda nacional). El tiempo que transcurre entre que nace y se paga la deuda impacta en el valor real de la prestación debida y la aptitud que esta tiene para satisfacer el interés del acreedor. La inestabilidad monetaria altera el funcionamiento del dinero en tanto unidad de cuenta e instrumento de cambio y también distorsiona el modo en el que opera como instrumento de pago que permite cumplir obligaciones que lo tienen por objeto, sea principal o por vía de equivalente (6).

La Ley de Convertibilidad sancionada en 1991 (7) instauró un régimen de estricto nominalismo (arts. 7º, 8º y 10 de la ley 23.928) que se mantuvo incluso luego de abandonada la conversión monetaria del peso en el año 2002, mediante la ley 25.561. Desde esa fecha a la actualidad la repotenciación de obligaciones dinerarias se encuentra prohibida.

El Código Civil y Comercial que entró en vigencia en 2015 mantiene, por vía de principio, un sistema nominalista, dado que el deudor de sumas de dinero debe entregar la cantidad correspondiente de la especie designada (arts. 765 y 766 del Cód. Civ. y Com.). Subsiste, además, la vigencia de la prohibición de utilizar mecanismos de indexación (art. 7º de la ley 23.928, t.o. ley 25.561). La novedad es que la nueva legislación incorpora las obligaciones de valor en las que el dinero ya no es lo que se debe y lo que se paga, sino que pasa a cumplir la función de cuantificar o medir un valor: es lo que se paga, pero no lo que se debe. Mientras que en las obligaciones de dar dinero la moneda está in obligatione e in solutione, en las de valor el dinero solo es el sustitutivo final de un objeto que consiste en un quid o una utilidad (el dinero funciona in solutione pero no in obligatione). Una vez que el valor debido es cuantificado —esto es, es expresado en una cantidad de unidades monetarias— la obligación se transforma en dineraria de conformidad con la regulación contenida en el art. 772 del Cód. Civ. y Com.

La noción de deuda de valor ya había sido desarrollada hace ya muchos años en la jurisprudencia (8) con el indisimulable propósito de evitar las injusticias que genera el nominalismo en épocas de crisis monetaria. Como categoría teórica (y desde la sanción del Código unificado, también como categoría normativa) se ha transformado en la herramienta principal con la que los operadores intentan mantener el valor económico de la prestación debatida en un proceso judicial (9).

Sin embargo, su utilidad práctica como herramienta de tutela del crédito frente a la depreciación de la moneda es limitada. De acuerdo con el modo en que fue regulada, la obligación de valor no conserva su naturaleza durante toda la vigencia del vínculo, sino que al ser cuantificada opera una conversión —si se quiere, forzosa o necesaria— a un tipo de obligación dineraria. El legislador no aclaró cuál es el momento en el que corresponde hacer esa evaluación, pero cualquier punto temporal anterior al efectivo pago devendrá problemático, dado que la determinación monetaria de lo debido, realizable por una única vez, a la luz de lo que establece el Código, generará una obligación de dar dinero no indexable, que automáticamente quedará expuesta a la depreciación.

El problema se replica, lógicamente, cuando la relación jurídica es controvertida en un proceso judicial. En alguna etapa del pleito la valía o el quid reclamado por el actor debe ser cuantificado en términos monetarios: en algún momento hay que indagar cuántas unidades monetarias permiten al acreedor procurarse el valor que reclama (cuánto cuesta la reparación del rodado dañado, cuánto sale la terapia que debe realizar para superar la lesión psicológica que padece, qué dinero representa el valor presente de rentas futuras frustradas, a cuánto ascienden los honorarios de la cirugía a la que debe someterse, cuánto cuestan las prestaciones alimentarias reclamadas, cuánto dinero representa el valor de la medianera a la fecha de mora, etcétera). En este contexto, y salvo situaciones excepcionales que implican alterar el sistema preclusivo y el regular el desarrollo de las etapas del proceso (alegación, prueba, decisión y ejecución), la oportunidad para indagar esa cuantificación es la etapa de probatoria y, eventualmente, la decisoria. Es el juez, con fundamento en algún elemento de convicción o sobre la base de sus propias estimaciones (art. 165 del Código de Procedimientos Civil y Comercial bonaerense), quien cuantifica y «traduce en dinero» el valor pretendido por el actor [así ocurre en la práctica y se ha propuesto en forma unánime en las Jornadas Nacionales de Derecho Civil de Bahía Blanca en el 2015 (10)].

Ello significa que la noción de deuda de valor garantiza la intangibilidad del crédito durante el tiempo que dura la etapa de postulación y de prueba. Pero la utilidad que reclama el acreedor difícilmente puede mantenerse en ese formato más allá de la etapa de decisión. Luego, sin posibilidad de recomponer el capital dinerario por medios explícitos, el crédito del actor (antes de valor, ahora de dar moneda) queda a merced del paso del tiempo que insume el tránsito por la etapa recursiva y ejecutoria, cuya extensión temporal en muchas ocasiones es mayor a la de las etapas de alegación y prueba. Hasta que ese pago no se verifique, sea voluntaria o compulsivamente, la cantidad de unidades monetarias fijadas en la condena tendrán cada vez menor poder adquisitivo.


III.2. La crisis monetaria y la finalidad del interés moratorio

En un contexto de indexación prohibida, condenas judiciales necesariamente dinerarias y pagos que siempre son posteriores a la «conversión» (puesto que el pleito siempre presupone un deudor que no se reconoce como tal y que no quiere o no puede pagar), el último mecanismo disponible para mantener el valor del crédito termina siendo el interés moratorio que fije el juez, siempre que no hubiere tasa pactada o legal aplicable.

El interés por mora procura indemnizar al acreedor por el perjuicio derivado del pago tardío del capital, pero, en épocas de aguda inflación, este accesorio pasa a cumplir (o digamos mejor, los litigantes reclaman y los jueces le asignan) una función-finalidad que no le es propia: mantener el contenido económico del capital de condena.

Esta finalidad indexatoria indirecta rara vez se verifica en aquellas jurisdicciones en las que, para un enorme conjunto de créditos en los que no resulta aplicable una tasa legal o una tasa pactada, se adoptan tasas bancarias pasivas partiendo de la idea-ficción de que el pago tardío supone para el acreedor la pérdida de la renta de un capital que estaba destinado al ahorro (p. ej., el rendimiento de una inversión bancaria de bajo riesgo, como es un depósito a plazo fijo). En la medida en que las tasas pasivas son inferiores a la inflación, el paso del tiempo tiende a perjudicar la posición del deudor. Este último es el caso de la Provincia de Buenos Aires merced a la histórica doctrina legal de la Suprema Corte, dictada en la causa «Zgonc» (C.43.858 del 21/05/1991), mantenida en «Ponce» y «Ginossi» (C.101.774 y L.94.446, del 21/10/2009) y reafirmada en «Cabrera» y «Trofe» (Ac. 119.176 y L. 118.587, ambos del 15/06/2016).

Contrariamente a lo que suele afirmarse, tampoco el uso de tasas bancarias activas garantiza un resultado satisfactorio en términos de repotenciar indirectamente el capital de condena. Las tasas bancarias —incluso las activas— operan en el proceso judicial de un modo muy distinto a cómo se utilizan en los contratos bancarios, motivo por el cual el resultado en el largo plazo tiende a ser negativo con relación a la inflación (entre muchas otras razones, porque en el proceso no hay capitalización de intereses, no hay superposición de accesorios, no hay comisiones ni gastos que complementan el rédito final de la entidad financiera y los plazos de mora son mucho más extensos que los que toleran cualquier contrato bancario o los que, para la operatoria de estos últimos, permite la autoridad monetaria por vía de reglamentación) (11).

Parte de los problemas que conlleva liquidar intereses moratorios mediante tasas negativas se veía irregularmente compensado con un mecanismo técnicamente defectuoso de liquidar los accesorios: hasta abril de 2018 la amplia mayoría de los tribunales bonaerenses mandaba a que los accesorios por mora sean liquidados desde el día en que se produjo el perjuicio y hasta el efectivo pago, sin distinguir si el rubro resarcitorio había sido cuantificado a valores actuales o históricos. Esta modalidad —convalidada en algunos precedentes de la Suprema Corte (12)— podía ser objeto de alguna crítica técnica, dado que a un capital que ya había sido expresado a valores actuales (el crédito de valor del actor) se le superpone un accesorio por mora liquidado con base en una tasa que refleja el precio de un producto financiero que ya internaliza la depreciación monetaria (la tasa que paga el banco por captar el ahorro del público y afectarlo a plazo fijo). Esta distorsión, lógicamente, «beneficiaba» al accionante en perjuicio del demandado y funcionaba como un aliciente frente a la depreciación de su crédito y a la ineptitud del accesorio de recomponer la valía de su capital.

Pero la Suprema Corte cambió de criterio en las causas «Vera» (C. 120.536 del 18/04/2018) y «Nidera SA» (C. 121.134, del 03/05/2018) y dispuso que los intereses moratorios de rubros resarcitorios cuantificados a valores actuales deben liquidarse a una tasa pura del 6% anual desde el momento en el que se produce el perjuicio y hasta el momento tenido en cuenta para la evaluación de la deuda y, de allí en más, a la tasa judicial ordinaria que emerge de su doctrina legal (tasa pasiva más alta aplicable a depósitos a treinta días en el Banco de la Provincia de Buenos Aires, conforme lo resuelto en «Cabrera…» Ac. 119.176 y «Trofe…» L. 118.587 del 15/06/2016).


III.3. Inflación, deuda de valor y principio de congruencia

Otras de las dificultades que afronta el proceso bonaerense para debatir y decidir sobre créditos de valor es el modo en que se regula, concibe y aplica el principio de congruencia. La ley procesal exige una estricta conformidad entre lo que se reclama y lo que el juez reconoce en sentencia, motivo por el cual el debate de créditos de valor presupone aquello que la congruencia repudia: previsibles diferencias nominales (e incluso reales) entre la expresión monetaria del quid reclamado al inicio del pleito (un guarismo que, lógicamente, se depreciará con el tiempo) y el monto final de condena determinado por parámetros actuales o lo más actuales que sea posible (y que implicará «más dinero» que aquel que se invocó en la etapa de postulación o que surgió de algún elemento de prueba).

El Código de Procedimientos Civil y Comercial de la Provincia de Buenos Aires permite reclamar créditos de valor; y el juez, bajo ciertas condiciones y recaudos, puede imponer condenas nominalmente más elevadas a los montos descriptos en la demanda (art. 330 del Cód. Proc. Civ. y Com. Bs. As.). El actor describe el valor que reclama y lo cuantifica en dinero aclarando que su determinación precisa quedará sujeta «a lo que en más o en menos resulte de la prueba a producirse» (13). La doctrina legal de la Suprema Corte bonaerense asigna una importancia superlativa al uso de este giro y su omisión impide admitir un crédito de valor cuantificado en un monto mayor al descripto en el escrito de inicio (14).

El problema se suscita con el modo en que se concibe la congruencia, la actividad de cotejo que ella implica (esto es, la comparación entre lo que se reclama y lo que se reconoce en sentencia) y el temor infundado de los operadores de actualizar valores históricos para cuantificar deudas de valor en el proceso.

La vasta mayoría de los tribunales bonaerenses entiende que evaluar la congruencia en un fallo implica realizar un escrutinio estrictamente dinerario que compare el monto reclamado por el actor (o lo que se desprende de la prueba a cuyo resultado se supeditó la pretensión) y la cantidad de unidades monetarias que el juez admite en la condena. Bajo esta concepción de la congruencia, que podemos denominar «nominalista», se considera que, al fijar el límite cuantitativo que pesa sobre un juez al imponer una condena, corresponde comparar sumas de dinero o cantidades de unidades monetarias reparando únicamente en su valor nominal (cantidad) y no en su valor real (poder adquisitivo), desatendiendo con ello el tiempo en el que cada monto fue expresado y la inflación acumulada entre uno y otro momento del proceso (e.g., demanda, prueba y condena). Así, la idea de no «dar más» de lo que se pide en la demanda o «reconocer un crédito mayor» a lo que emerge de la prueba se interpreta en términos puramente cuantitativos: como sinónimo de «dar más dinero» o «reconocer un derecho a percibir más pesos». Un juez resuelve ultra petita si para un determinado valor controvertido —por caso, un rubro resarcitorio— reconoce un crédito que contempla una mayor cantidad de dinero que la reclamada (si no se usó la fórmula) o que la que emerge de la prueba (si a ella se supeditó el reclamo) (15).

Esta concepción es problemática por varios motivos. En primer lugar, porque no parece adecuado —al menos desde un plano estrictamente conceptual— fijar límites jurisdiccionales que se sustentan en cotejos nominales de montos de dinero cuando la deuda que es objeto de controversia es de valor (la cual, por definición, permite —y exige— el uso de pautas económicas actuales y no históricas y consecuentemente depreciadas). Se utilizan categorías teóricas que operan en clave nominalista para litigios de obligaciones con una obvia y explícita raíz valorista.

Por otra parte, el cotejo exclusivamente nominal de montos dinerarios expresados en épocas diversas conlleva una comparación de cuyo resultado ninguna conclusión útil se puede extraer, al menos en términos jurídicos o económicos: no parece ser de interés si un número es mayor o menor que otro o si una cantidad de dinero es mayor o menor que otra, sino que lo relevante es si el valor económico de un monto de dinero es menor, igual o mayor que el valor económico de otra suma dineraria (algo para lo que, necesariamente, hay que reparar en la época en la que esas sumas fueron expresadas y el poder adquisitivo de las cantidades cotejadas).

La relación entre el fin (proteger el derecho de defensa de la demandada) y el medio empleado (limitar el poder de decisión del juez) se altera inútilmente al calificar de ultra petita a una condena por el solo hecho de superar nominalmente al monto controvertido o acreditado. Esta última circunstancia nada nos dice en términos de justicia (no significa que se le ha reconocido un derecho mayor al actor; es más, aún cuantificado a valores actuales, probablemente siga siendo un crédito devaluado por el paso del tiempo) y tampoco en términos de afectación a un derecho fundamental de la demandada. La razón por la que no hay violación al derecho de defensa es simple: tanto para el acreedor que triunfa como para el deudor condenado, el dinero cumple la misma función y su valor no depende solo de su cantidad sino de su aptitud para comprar bienes en el mercado.

La congruencia en términos puramente monetarios y nominales genera decisiones de instancias recursivas que revocan las de tribunales inferiores so pretexto de vicios que suelen no ser tales: «excesos» en condenas que resultan ficticios y que, con solo cotejar el valor real de los montos implicados (esto es, sopesando el poder adquisitivo de la suma dada «en demasía»), se advierte que el actor está obteniendo menos —usualmente, mucho menos— de lo que reclamó y sometió a debate. La concepción nominalista de la congruencia suele reforzar una creencia errada de los operadores conforme la cual se considera que cualquier mecanismo o razonamiento que implique expresar en valores actuales una suma dineraria pretérita conlleva una violación a las leyes que prohíben repotenciar obligaciones dinerarias (arts. 7º y 10 de la ley 23.928).

Por último, el nominalismo en la aplicación de la congruencia genera que la conversión de deuda de valor en deuda dineraria muchas veces no opere en la sentencia de condena por imperio del art. 772 del Cód. Civ. y Com., sino que por efectivizarse en la etapa postulatoria (en la demanda, si el actor por algún motivo omitió utilizar el giro «en lo que en más o en menos…») o en algún momento de la etapa probatoria, instancia en la que se incorpora al expediente el elemento de convicción a partir del cual el juzgador cuantifica la utilidad controvertida (si el reclamante hubiere utilizado la locución).


IV. Cómo cuantificar daños personales en coyunturas inflacionarias. La directiva de la Suprema Corte de Buenos Aires en el fallo en comentario


Las dificultades apuntadas en párrafos precedentes tienen particular relevancia en el caso que ha resuelto la Suprema Corte: dieciséis años pasaron entre el accidente sufrido por el Sr. A. y la decisión que cuantifica la reparación reclamada. En ese lapso la moneda nacional salió de un sistema de convertibilidad y tipo de cambio fijo para ingresar —crisis y emergencia mediante— a un tipo de cambio flotante y a un nuevo proceso de depreciación. El monto nominal reconocido para indemnizar una incapacidad total y permanente puede haber sido fruto de un cálculo conceptual y técnicamente correcto por parte de los jueces de primera instancia, pero —y aquí aparece el problema— al utilizar una variable económica expresada en valores históricos, el resultado terminó siendo injusto en términos reales (esto es, no constituye una reparación suficiente si se evalúa el poder adquisitivo que esas unidades monetarias tienen al momento en que se dicta la condena).

La objeción que la Casación formula sobre la decisión recurrida es amplia: señaló que el resarcimiento del daño material es insuficiente, que es insignificante con relación a la entidad del daño sufrido por el Sr. A., y que cuantificar una indemnización a partir de la consideración de un valor histórico del ingreso de la víctima implicó un encuadre equivocado con relación al tipo obligacional implicado (que no es de dinero, sino de valor).

Como se aprecia, las objeciones refieren tanto al mecanismo utilizado para calcular la indemnización como al resultado monetario que ese sistema arroja. Si bien se encuentran íntimamente relacionados entre sí, ambos tópicos merecen —y merecieron en la decisión en comentario— observaciones individuales. A ellos nos dedicaremos muy brevemente en los párrafos que siguen.


IV.1. Modo de operar con fórmulas que calculan el valor presente de rentas futuras no perpetuas.


Las fórmulas con las que se cuantifican las indemnizaciones por incapacidad o fallecimiento —como la aplicada por el Tribunal del Trabajo en el fallo revocado parcialmente por la Suprema Corte— calculan el valor presente de una renta futura no perpetua. Es decir, permiten establecer qué valor tiene hoy (sea al momento de la decisión o al momento de generarse el daño) una serie de sumas de dinero futuras (las ganancias que han de ser frustradas por la incapacidad o muerte).

Son métodos de cálculo con los que se procura hallar un capital que, invertido a una tasa de interés pura constante, permite extraer, en períodos regulares, un monto igual a las ganancias de las cuales la víctima se ve privada en virtud de su incapacidad; o bien, a aquellas ganancias que dejan de percibir los damnificados indirectos a causa de su muerte. El capital así determinado se agota transcurrido el número de períodos que se estime como relevante. Muchas de las fórmulas más conocidas son expresiones diversas de un mismo cálculo (p. ej., «Vuoto», «Las Heras-Requena», «Marshall») en tanto que otras (como «Méndez») son modificaciones parciales al modo de computar algunas de las variables de la fórmula original («Vuoto») de forma tal de abastecer exigencias impuestas por la Corte Suprema nacional («Arostegui», Fallos: 331:570) (16).

La mayoría de ellas calculan el valor presente de una renta futura constante («Vuoto», «Méndez» o similares con distinta denominación), en tanto que más recientemente se han diseñado fórmulas superadoras que permiten considerar ingresos variables de acuerdo con una determinada probabilidad (tal el caso de la diseñada por el Profesor Hugo A. Acciarri de la Universidad Nacional del Sur, que cada vez tiene más aceptación en la jurisprudencia bonaerense civil y comercial) (17).

En el ámbito de la Provincia de Buenos Aires es posible advertir tres modalidades de operar con este tipo de cálculos, según el modo en que se establecen las variables y el parámetro temporal que los juzgadores escogen para fijar el resarcimiento:

1) Ubicar el inicio del cómputo de las rentas frustradas en la fecha en la que se genera la incapacidad. Esta modalidad —la utilizada por el Tribunal del Trabajo en su sentencia— toma para la variable de edad a la que tenía la víctima al momento del accidente (en el caso resuelto por la Corte, el Sr. A. tenía 23 años en octubre de 1999) y también los ingresos que el agente percibía en aquel entonces, expresados a valores históricos (poco más de 509 pesos mensuales más aguinaldo). Conforme este esquema, el interés moratorio debe correr desde la fecha en que se produce el perjuicio y a la tasa judicial que el tribunal considere adecuada (siguiendo la doctrina legal de la Suprema Corte, la tasa pasiva más alta que pague el Banco de la Provincia de Buenos Aires en sus depósitos a plazo fijo por 30 días, in re «Cabrera» y «Trofe»).

2) Utilizar la modalidad prevista en el punto anterior [1] —incluyendo la edad de la víctima a la fecha del accidente— pero utilizando el valor o expresión actual de los ingresos que el reclamante tenía en aquel entonces. Aquí se abre un amplio abanico de mecanismos para determinar este último dato: utilizar índices para repotenciar la suma dineraria pretérita, acudir a convenios colectivos o acuerdos similares para hallar un monto que represente lo que actualmente ganaría una persona que realiza la misma labor que efectuaba la víctima al momento del siniestro; o bien, como es práctica frecuente (y como lo reclamó la propia víctima en su recurso), operar con el Salario Mínimo Vital Móvil vigente a la fecha de la sentencia en ausencia de otros datos más precisos. Al operar las fórmulas de este modo, los intereses moratorios deberán liquidarse según la doctrina legal que la Casación fijó en causas «Vera» y «Nidera SA» (SCBA, 121.138 del 03/05/2018 y C.120.536 del 18/04/2018), dado que, tratándose de una indemnización estimada a valores posteriores a la fecha de la exigibilidad del crédito, corresponde dividir en tramos el devengamiento de los intereses utilizando una tasa pura del 6% anual desde la mora hasta el momento tenido en cuenta para cuantificar el valor (en el caso, la sentencia) y de allí en más la tasa judicial bancaria que decida el juzgador (que, según la Suprema Corte bonaerense, será la ya mencionada alícuota pasiva más alta que paga el Banco de la Provincia de Buenos Aires por depósitos a 30 días).

3) Ubicar el inicio del cálculo en el momento de la sentencia y utilizar la fórmula únicamente para determinar el valor presente de las rentas futuras, realizando un cálculo separado para las ganancias pasadas. Esta modalidad implica que el juez toma como parámetro temporal al presente (entendido como el momento en el que dicta su sentencia) y divide el resarcimiento en dos tramos. Uno, hacia el pasado (desde el día del hecho —o desde que terminan las curaciones y la incapacidad pasa a ser permanente— y hasta la fecha de la decisión), cuantificará una ganancia ya frustrada por la incapacidad y que, por lo tanto, constituye una deuda en mora. Luego, un segundo tramo (que es futuro con relación al momento de la sentencia) respecto del cual se aplicará el sistema de cálculo escogido por el decisor («Vuoto», «Méndez», «Acciarri», etcétera). Aquí también deben modificarse las variables de cálculo, dado que la edad de la víctima ya no será la que tenía al momento del accidente sino la que tiene a la fecha de la sentencia. Y, al igual que en la modalidad [2], la variable ingreso no será lo que ganaba el actor al tiempo de gestarse la incapacidad sino lo que el juez considere que ganaría al tiempo del cálculo (sea la expresión actual de una ganancia pasada (nominalmente mayor pero con idéntico valor real); o bien el mayor o menor ingreso que el juez considere que estaría ganando el actor de no haber sufrido la incapacidad (diferente valor nominal y, potencialmente, también distinto valor real). Esta elección dependerá, en definitiva, de las características personales de la víctima y demás circunstancias del caso. En cuanto a los intereses moratorios, debe respetarse el sistema de tramos de la indemnización: las ganancias frustradas pasadas devengarán un interés autónomo (a computar desde que se gestó la incapacidad) en tanto que el daño material cuantificado mediante la fórmula (las rentas frustradas que son futuras con relación al fallo) devengará un interés moratorio desde la finalización del plazo que el juez fije para el pago. La tasa a aplicar en el primer tramo (rentas pasadas) dependerá de si se utilizan valores actuales o históricos (y consecuentemente, si se aplica o no la precitada doctrina de «Vera» y «Nidera SA» de la Suprema Corte) y la del restante tramo también será objeto de decisión de los jueces (y que, siguiendo la doctrina legal, será la pasiva más alta en depósitos mensuales).

Ninguna de las tres modalidades descriptas puede considerarse equivocada. Si las variables están correctamente escogidas (en el sentido de que mantienen una coherencia discursiva y conceptual interna) y se elige adecuadamente el sistema para liquidar los intereses moratorios, la cuantificación —al menos metodológicamente— será correcta. Sin embargo, y volvemos a lo dicho al inicio, los problemas aparecen cuando los cálculos se realizan en coyunturas altamente inflacionarias y en pleitos de duración prolongada (y tal ha sido el caso que la Suprema Corte ha tenido que resolver). En este contexto la inflación puede tornar a un cálculo formalmente correcto en un mecanismo para arribar a un resultado materialmente injusto.

La Casación señaló que si la indemnización reclamada por la víctima consiste en una deuda de valor, entonces su cuantificación en el proceso debió realizarse acudiendo a guarismos actualizados y no pretéritos: es decir, no debió utilizarse una variable monetaria expresada a la época del accidente sino al momento de la decisión que cuantifica la utilidad controvertida. La objeción es importante, porque —señalamos más arriba— el art. 772 del Cód. Civ. y Com. no dice exactamente cuándo corresponde hacer la cuantificación de la deuda de valor (habla en forma genérica del «momento que corresponda tomar en cuenta para la evaluación de la deuda»), motivo por el cual se confirma, ahora con carácter de doctrina legal, aquello que se verifica en la práctica y se pregonaba en jornadas académicas: el hito temporal de cuantificación de la deuda de valor —y su consecuente conversión a dineraria— es la decisión de mérito.

Esto significa que la primera de las modalidades descriptas (la Nº 1) no es ya compatible con la forma en que han sido reguladas las deudas de valor (art. 772, Cód. Civ. y Com.) y el modo en que la Casación interpreta que estas últimas deben ser cuantificadas. El problema es obvio: si el insumo (la variable) utilizado para operar con la fórmula está expresado en valores históricos (como el salario de la víctima a partir del cual se calcularán los ingresos frustrados), el resultado obtenido necesariamente tendrá una expresión también histórica. Es decir, la fórmula reconocerá un capital que pudo ser una indemnización suficiente en 1999 (hito temporal en el cual se computó la variable ingreso), pero que dieciséis años después luce completamente depreciada por la inflación acumulada. Luego, si la tasa de interés moratoria no logra recomponer el valor económico de ese crédito, entonces el resultado no solo es injusto en términos de capital puro, sino que será progresivamente cada vez más injusto en términos de liquidación final del crédito resarcitorio en su totalidad (capital depreciado más un interés de rendimiento negativo).

El fallo de la Suprema Corte viene entonces a reprobar el uso de esta modalidad Nº 1, por ser aquella que peores resultados arroja en contextos inflacionarios y con tasas judiciales de rendimiento negativo. Al exigir el uso de una variable de ingreso expresada a valores actuales, la Casación implícitamente está indicando que las fórmulas que adscriben al método del capital humano se ajusten a la modalidad Nº 2 (edad a la fecha del accidente, ingresos expresados a valores actuales) o bien a la Nº 3 (seccionar el resarcimiento en tramos, tomando como punto de corte a la fecha de la sentencia), cada una de ellas con la correspondiente adaptación del sistema de liquidación de intereses moratorios (en ambas hipótesis, y en las formas ya descriptas, será de aplicación la doctrina fijada por la SCBA en causas Vera» y «Nidera SA» —c. 121.138 del 03/05/2018 y C.120.536 del 18/04/2018—).


IV.2. Escrutinio sobre el resultado: ¿el problema es la fórmula o el modo en que definimos sus variables?

Al interpretar el art. 772 del Cód. Civ. y Com. y proponer el uso de variables actuales y no históricas, la Suprema Corte se hace eco de la doctrina del realismo económico o de la «ponderación de la realidad económica», postulado que fue desarrollado por la Corte Suprema de la Nación en una línea jurisprudencial que se inició a finales de la década del ’70, continuó durante los primeros años de la década de ’90 y que, ya en el nuevo siglo, continúa aplicándose en forma esporádica hasta nuestros días (18).

Conforme esta jurisprudencia, los jueces deben resolver los casos examinando con atención la realidad económica vigente al tiempo de dictar su sentencia e incluso pueden —y deben— apartarse de liquidaciones hechas con base en pautas fijadas en resoluciones firmes, si por su intermedio se arriba a resultados absurdos («Pronar…», Fallos: 313:95); o que se desentiende de las consecuencias económicas que genera («Arasa SA», Fallos: 319:351), que afecta la integridad del crédito del acreedor («Kogan…», Fallos: 308:1694); o que altera la necesaria relación de proporcionalidad que debe mediar entre el crédito de la parte y la contraprestación implicada en el negocio que motivó el pleito («Melgarejo», Fallos: 316:1972); o bien constituye un apartamiento palmario de la realidad económica imperante («Bonet», Fallos: 342:162).

La «ponderación de la realidad económica» funciona como una suerte de directriz genérica que se impone a la labor jurisdiccional, conforme la cual los decisores no deben dejar de escrutar los resultados que arrojan los mecanismos de cálculo mediante los que se determina el contenido económico del crédito del actor triunfante (sea una fórmula que cuantifica el valor controvertido en una sentencia susceptible de recurso, sea una liquidación realizada conforme las pautas ya fijadas en una decisión firme). En otras palabras, se trata de una evaluación final en la que el juez debe procurar que el contenido económico del capital de condena —aun establecido mediante fórmulas polinómicas correctamente operadas— no resulte ostensiblemente injusto por el impacto de la depreciación del valor de la moneda (o, llegado el caso, por la influencia de cualquier otra circunstancia de la realidad económica).

Cierto es, también, que la inflación distorsiona la percepción que tenemos de los números y la ilusión monetaria —el sesgo que tenemos en contrastar montos nominales expresados en tiempos distintos sin reparar en su valor real—, y puede torcer o distorsionar nuestras percepciones sobre lo que consideramos mucho o poco, llevando a los decisores a morigerar aquello que tal vez, en términos reales, no constituye un valor elevado (o que, siéndolo, es acorde a la entidad de la lesión que da base al reclamo).

Es por ello que la idea de la «ponderación de la realidad económica» debe ser aplicada con extrema cautela. Constituye un parámetro valioso, pero también difuso, complejo y difícil de precisar al momento de aplicar casos concretos. Ni la Corte Suprema ni la Suprema Corte provincial explican cómo es ese cotejo, qué variables lo componen o de qué modo puede un juez indagar si una suma de dinero (por caso, la que le arroja una fórmula como resultado) puede considerarse ajena a la correcta consideración de la realidad económica (cualquiera sea el modo en que esta debe ser evaluada).

En cualquier caso, la solución no es prescindir de las fórmulas o achacarles a ellas defectos que no les son imputables (razonando —erróneamente— que la injusticia de un resultado numérico obedece necesariamente a la incorrección del mecanismo de cálculo utilizado). Tampoco corresponde considerarlas «como un elemento más» cuyo resultado el juez puede modificar a su arbitrio con la sola invocación de la prudencia judicial o parámetros análogos que omiten exteriorizar el modo en el que se calcula el resarcimiento (por cierto, ¿qué sentido tiene utilizar una herramienta matemática si desconfiamos de su resultado y nos adjudicamos la facultad de modificarlo?).

Por el contrario, cuando el resultado de la fórmula se considera injusto por algún motivo, el problema no está en el cálculo sino en el modo en que los operadores definimos sus variables. Irigoyen Testa y Acciarri exponen esta idea con suma claridad: «cuando se dice que lo que surge de la fórmula es ‘excesivo’ o ‘insuficiente’, ¿con relación a qué parámetro —obviamente, entendido como más plausible— lo es? Al contrario, sería comprensible pensar en un resultado llamativo que obligue a reformular las magnitudes adoptadas como variables e ir ‘hacia atrás’ en el razonamiento, para detectar errores en el proceso. Pero una vez que aceptemos todas las premisas y el modo de relacionarlas, no parece razonable apartarse de la conclusión. Alguna vez, alguien dijo: ‘podemos evitar cualquier cosa, menos las consecuencias'» (19).


V. Palabras finales

No parece posible que una decisión jurisdiccional pueda abastecer elementales exigencias de justicia si a la víctima se le reconoce una acreencia cuyo valor real, al momento de ser cuantificada o al momento de ser abonada compulsiva o voluntariamente por su deudor, es mucho más bajo que el que tenía al tiempo en que se produjo el perjuicio. Las soluciones que brinda el servicio de justicia —aun las que se fundan en cálculos y fórmulas matemáticas— no pueden desentenderse del valor económico real y no meramente nominal que la condena tiene al momento de su dictado y al tiempo de su efectiva cancelación (20). Tanto más cuando los créditos controvertidos se vinculan con el ejercicio de prerrogativas de orden constitucional (v.gr., reparación integral, derecho de un niño, niña o adolescente a recibir el alimento que le es debido, derechos esenciales del trabajador, etcétera).

La inflación no solo expone las debilidades y las inconsistencias de los regímenes normativos de las obligaciones dinerarias y de valor, sino que además pone de manifiesto las dificultades que afronta el proceso judicial para operar adecuadamente en épocas de crisis, incluso cuando se acude a valiosas herramientas de cálculo que mejoran la base argumental de las decisiones y permiten un mejor control por parte de los litigantes.

Evitar las injusticias que acarrea la depreciación de la moneda y los problemas prácticos de litigar en contextos de alta inflación ha sido el objetivo principal de la jurisprudencia bonaerense en los últimos diez años a la fecha. El fallo de la Suprema Corte que hemos comentado y las buenas directivas que brinda para cuantificar daños personales sin duda se enmarcan en esta línea.


*


(A) Abogado (UNMdP) y Especialista en Derecho Procesal (UBA). Auxiliar letrado de la sala segunda de la Cámara Civil y Comercial del Departamento Judicial Mar del Plata (Provincia de Buenos Aires).

(1) La fórmula «Vuoto» y «Méndez» no difieren en lo sustancial, sino que se introduce en esta última una modificación en sus variables de modo de superar alguna de las críticas que la Corte Federal había formulado en el caso «Arostegui» (CS, Fallos: 331:570). Si bien el Tribunal del Trabajo dijo aplicar parcialmente la fórmula «Méndez», lo cierto es que todas las variables utilizadas —salvo la relativa al ingreso de la víctima— se corresponden con la modalidad prevista en «Vuoto» (tasa de interés del 6% y tope de edad de 65 años).

(2) Desde agosto de 2015, el uso de fórmulas para calcular indemnizaciones por incapacidad o fallecimiento dejó de ser una opción entre otros métodos posibles y pasó a ser una exigencia legal contenida en el art. 1746 del Cód. Civ. y Com. Aun así, en la práctica, varios tribunales se mantienen reacios a aplicar estos sistemas de cálculo y utilizan el llamado método de la prudencia judicial. Esto es, la fijación de un monto en concepto de reparación sin otro fundamento más que la enunciación de una serie de variables que, se supone, han sido ponderadas por el órgano judicial. Este sistema resulta objetable desde un punto de vista metodológico (pues no hay razones válidas que expliquen el salto de las premisas —variables— a la conclusión —el monto— o que permitan saber por qué esa suma —y no otra— debe reputarse prudente o razonable) y desde un punto de vista legal (no se abastece la exigencia técnica que prescribe el art. 1746 del Cód. Civ. y Com.).

(3) La inflación no es un problema novedoso para nuestro país: la economía argentina convivió con la depreciación monetaria durante gran parte del siglo XX, sobre todo en la segunda mitad de la década del ’70 con la crisis del «Rodrigazo» durante la presidencia de Isabel Martínez de Perón. El problema se agudizó en la década del ’80 y terminó en una hiperinflación sobre finales de la presidencia de Raúl Alfonsín, forzando su salida anticipada con un IPC que trepó hasta un 3079% en 1989 y ya durante la administración de Carlos Menem, a 2314% en 1990. La relativa estabilidad monetaria que trajo la convertibilidad del austral —luego reemplazado por el peso convertible— durante la década del ’90 cesó con la crisis económica del 2001. La ley 25.561 de Emergencia Económica sancionada en enero de 2002 significó el final del peso convertible y el comienzo de un nuevo proceso inflacionario, tenue en su inicio y muy marcado en los últimos diez años a la actualidad (GERCHUNOFF, Pablo – LLACH, Lucas, «Ciclo de la ilusión y el desencanto», Ed. Ariel Sociedad Económica, Madrid, 2003, p. 471).

(4) En los párrafos que siguen reproducimos libremente algunas de las ideas desarrolladas en un trabajo denominado «Principio de congruencia y depreciación monetaria. Dificultades para debatir deudas de valor en el proceso civil y comercial bonaerense», publicado en la Revista de Derecho Procesal, 2020-1, Rubinzal-Culzoni Edit., Santa Fe, 2020, ps. 371 y ss.

(5) Existe relativo consenso en que altos niveles de inflación generan consecuencias perjudiciales para la economía de un país (p. ej., redistribución inequitativa de la riqueza, alteración del sistema de precios de bienes y servicios, ineficiencia en la asignación de recursos de la economía real, distorsión en el uso regular del dinero, reducción del horizonte temporal de los contratos, incertidumbre, entre otros) (KRUGMAN, Paul – WELLS, Robin – GRADDY, Kathryn, «Esentials of Economics», Worth Publishers, 2007, 2ª ed., p. 354. SAMUELSON, Paul – WILLIAM, A. – NORDHAUS, D., «Macroeconomía», Ed. McGraw-Hill, Madrid: 2001, 16ª ed., p. 571; HEYMANN, Daniel – LEIJONHUFVUD, Axel, «High Inflation: The Arne Ryde Memorial Lectures,» OUP Catalogue, Oxford University Press, 1995, number 9780198288442.

(6) No es casual que épocas de aguda inflación se renueve el interés y el debate sobre el modo en que consideramos que deben operar las obligaciones dinerarias: si el deudor de una suma de dinero paga entregando la cantidad nominal de unidades monetarias comprometidas (concepción nominalista) o si la extensión de la deuda no depende del valor nominal —esto es, la cantidad de dinero que el deudor debe entregar al acreedor—, sino del valor real implicado en la prestación debida, lo que necesariamente conlleva evaluar el poder de compra de ese dinero, incrementando su cantidad si fuere necesario al momento del pago (concepción valorista).

(7) La ley 24.283 de Desindexación de Deudas se sancionó poco después de la Ley de Convertibilidad y procuró evitar los desequilibrios que se producían al repotenciar obligaciones utilizando índices. Los resultados de esas operaciones generaban, muy a menudo, que la deuda actualizada superase ampliamente el valor debido.

(8) Alterini y López Cabana ubican el puntapié inicial en un voto precursor del Doctor Simón P. Safontás de la Cámara civil y Comercial platense en 1952 (LA LEY, 66-659) y explican su amplia recepción en jornadas académicas a fines de la década de 1950 y durante la década del ’60 («Soluciones jurídicas para el problema inflacionario (a propósito de la problemática actual de las obligaciones de dar dinero», LA LEY, 1986-D, 984, Derecho Comercial Doctrinas Esenciales t. I, 113).

(9) Su uso se ha expandido a la misma velocidad con la que se intensificó el problema de la inflación, ampliando los supuestos de aplicación (indemnizaciones, alimentos, medianería, colaciones, etcétera) y rediseñando mecanismos para cuantificar valores en las distintas etapas del proceso (intentando que, en lo posible, sean lo más cercanas al momento del efectivo pago).

(10) Durante la vigencia del Código de Vélez Sarsfield la doctrina no compartía esta solución y ensayaba alternativas más justas para el acreedor. Bustamante Alsina afirmaba en 1975 que la deuda de valor debe ser siempre de valor: no debe cambiar su naturaleza y la sentencia no puede tener esa virtualidad. Más aún: señalaba —siguiendo las ideas de Augusto M. Morello— que este tipo de créditos ya liquidados durante el trámite del proceso es susceptible de ser liquidado nuevamente hasta el momento del pago atendiendo a las ulteriores variaciones del valor de la moneda (BUSTAMANTE ALSINA, Jorge, «Indexación de deudas de dinero», LA LEY, 1975-D, 584, Obligaciones y Contratos Doctrinas Esenciales t. III, 39 y MORELLO, Augusto M., «Revisión del daño resarcible y revalorización del monto de la condena», JA del 18/07/1975). Lógicamente, el marco normativo en aquel entonces era muy distinto al actual (puntualmente, no regía el actual art. 772 del Cód. Civ. y Com. ni la prohibición legal de repotenciar obligaciones dinerarias contenida en la Ley de Convertibilidad).

(11) En un interesante fallo de la Sala Segunda de la Cámara Civil y Comercial de Mar del Plata los jueces explicaron —con ejemplos numéricos de créditos ficticios y gráficos de evolución del rendimiento de cada tasa— que la amplia mayoría de las alícuotas activas del Banco de la Provincia de Buenos Aires que ofrece el calculador de intereses de la Suprema Corte bonaerense arroja un resultado que, a mediano y largo plazo, es negativo (v.gr., las alícuotas de promedio de descuento a 30 días, el descuento a 30 días, el adelanto de certificados de obra y restantes operaciones en pesos con arreglo). Incluso las dos tasas que reportaron un rendimiento positivo manteniendo el valor actualizado del capital de condena (descubierto en cuenta corriente y restantes operaciones en pesos del Banco de la Provincia de Buenos Aires) dieron como resultado final un interés moratorio sustancialmente bajo (entre un 8 y 9% en total durante un plazo de 36 meses) (CCiv.Com Mar del Plata, sala II, «Melegari, Bernardo F. c. Risso, Gladys N. y ot. s/ daños y perjuicios», causa 167.589 del 16 de abril de 2020).

(12) SC Buenos Aires, C. 119.176, del 15/06/2016 —»Cabrera…», AR/JUR/44032/2016— y 116.930 —»Padín…»— del 10/08/2016, AR/JUR/60072/2016.

(13) En la práctica, esta locución puede ser utilizada con dos propósitos: o bien (a) cuantificar provisoriamente el valor reclamado, y que la prueba sea el parámetro a partir del cual se determinará la cuantificación monetaria de un crédito cuya extensión y contenido ya se conoce (por ejemplo, definir cuánto cuesta realizar un determinado arreglo en un vehículo dañado); o bien (b) determinar provisoriamente la extensión del crédito: y que la prueba sea el elemento a partir del cual se examine cuál es la prestación que compone el objeto de la obligación de valor que se alega incumplida (por caso, por caso, ofrecer una pericia psicológica para determinar cuál es la magnitud de la lesión psíquica sufrida por la víctima, qué tipo de terapia necesita para superarla y durante cuánto tiempo debe hacerla; es decir, establecer la verdadera extensión del daño patrimonial sufrido).

(14) SC Buenos Aires, Ac. 42935 en autos «Gómez, Rubén O. c. Patella, Teresa y otros s/ daños y perjuicios y beneficio de litigar sin gastos», sentencia del 04/06/1991.

(15) Siguiendo esta postura, por ejemplo, el juez no podría reconocer una indemnización de $10.000 (p. ej., el daño emergente consistente en el costo de una cirugía reparadora), si el actor reclamó $6.500 al iniciar el pleito y omitió supeditar su pretensión al resultado de la prueba. Si, en cambio, el actor hubiere utilizado la locución «en lo que en más o en menos…» no podría el magistrado reconocer un daño de $10.000 si de la prueba surge que la cirugía tiene un costo total de $7400, aun cuando el dictamen se hubiere presentado dos años antes del fallo y la inflación acumulada hubiere alterado significativamente el poder adquisitivo del monto dinerario descripto por el experto.

(16) ACCIARRI, Hugo – IRIGOYEN TESTA, Matías, «La utilidad, significado y componentes de las fórmulas para cuantificar indemnizaciones por incapacidades y muertes», LA LEY, 2011-A, 877.

(17) La propuesta del Profesor Acciarri implica una mejora sobre otras alternativas por dos razones. Primero, porque aprehende la posibilidad de que el operador evalúe la probabilidad de que los ingresos de la víctima no sean constantes o estancos (defecto que, recordemos, se le ha achacado a la fórmula «Vuoto» y que, indirectamente, también le es imputable a su sucesora —»Méndez»—), sino que tengan una variabilidad ascendente o descendente a lo largo de la vida útil, impactando ello en la aptitud productiva del agente y, consecuentemente, en el resultado final que el cálculo arroja. Además, el Dr. Acciarri creó un aplicativo muy sencillo para que los operadores puedan utilizar la fórmula, cargar fácilmente las variables y controlar su resultado.

(18) En los primeros años de este siglo, véase «Automotores Saavedra» (Fallos: 332:466), «Ponce» (Fallos: 331:2271), «José Cartellone Construcciones Civiles SA» (Fallos: 327:1881). Más recientemente, véase el caso «Bonet» (Fallos 342:162).

(19) ACCIARRI, Hugo A. – IRIGOYEN TESTA, Matías, «La utilidad…», ob. cit.

(20) Decía Alberto Bianchi en un trabajo publicado a mediados de la década del ’80 que «[d]e nada sirve que el juez, por medio de una construcción jurídicamente impecable, brillante, arribe a la solución correcta, si luego, al momento de determinar a cuánto asciende el monto efectivo y actualizado de lo que debe abonarse, yerra groseramente y da una solución carente de realidad económico» («El apartamiento notorio de la realidad económica como causa de arbitrariedad de las sentencias», ED, 116-772, 1986).

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